Desde mediados de octubre del 98 hasta finales de enero del año 2002 tuve ocasión de coordinar un taller de dibujo y pintura en un hospital psiquiátrico de Madrid. Las actividades tenían lugar todos los martes por la mañana, entre las diez y la una.
Mi única relación con los psiquiatras que trataban a los enfermos que venían al taller fue alguna fugaz presentación por parte del coordinador del voluntariado. No conocí las historias clínicas de los que asistieron regularmente al taller ni sus diagnósticos. No fui presentada como psicóloga o psicoanalista sino como experta en Bellas Artes.
Desde un principio mi propósito fue que los enfermos disfrutaran del arte por el arte. Ya había dentro del hospital talleres de laborterapia donde algunos internos realizaban artesanías. Esta posición me permitió alentar a los enfermos sin fingimiento, pues pienso que en arte casi todo puede valer.
Lidia
La mayoría de los internos con los que me encuentro están sentados, mirando al frente mientras fuman o toman café, o dormitando. Mis alumnos en potencia están entre los hombres o mujeres que saludo al llegar, aunque sin la vehemencia del coordinador, que los va llamando por sus nombres, mencionándome a veces su profesión: “¿Qué hay, Satur? Satur es profesor de matemáticas”.
Algunos dejan sus sillas y se me acercan. Me dan besos, me cogen la mano, los que no lo saben me preguntan el nombre y cuando les digo a qué vengo y les pregunto si quieren venir a dibujar, lo habitual es que se nieguen a acompañarme hasta el taller o, cuando aceptan, que no queden satisfechos con el resultado. Siempre encuentro algo que alabar en lo que hacen pero pocos vuelven. Uno de ellos se sentó, escribió su nombre nueve veces, con distintos estilos de letra y luego, tras arrojar el lápiz y la cartulina hacia mí, se puso de pie y se fue enfurecido. Si el psicótico es quien, entre el ser y el sentido eligió el ser,(1) este hombre pareció querer gritarme su elección.
Durante los primeros meses algunos martes no encontré dibujantes ni pintores pero sí a enfermos que deseaban caminar a mi lado, por los jardines, contándome su historia y deseando conocer la mía. Una de las primeras preguntas fue siempre la referida a mi estado civil.
Hubo mañanas en que sólo Lidia deseaba pintar. Me la encontraba ya allí. Pese al amable intercambio de saludos y comentarios sobre su trabajo, me hacía pensar en la metáfora que usa Lacan en su seminario “Las psicosis” para hablar de la forclusión: “Pero sólo podemos introducir cosas en el circuito respetando el ritmo propio de la máquina: si no, caen en el vacío, no pueden entrar”.(2) Escuchaba con interés mis sugerencias técnicas y luego las ignoraba. Entonces decidí pintar junto a ella. Es sumamente educada, lo que en otras pacientes suele ser queja, en ella es tan sólo opinión, parecer. Tras el rechazo inicial, cuando el coordinador me presentó y ella dijo, sin mirarme, que para pintar hacía falta soledad y silencio –lo que me parece bastante cierto-, ha sido muy amable y comedida conmigo. Me contó dolida, pero no enfadada, que tras una de las mudanzas del taller una parte de sus cuadros había desaparecido. Otro pintor, Pancho, los rescató de un cubo de basura y se los trajo. Fue Pancho quien, usualmente vociferante y reivindicativo, asumió la responsabilidad de enfurecerse por ella.
En sus relatos, en cambio, Lidia alguna vez habló de injusticias flagrantes, de favoritismos que le impidieron aprobar oposiciones y trabajar como profesora de dibujo.
El coordinador me dijo que Lidia no admitía ser una enferma mental, que se había negado a ser grabada durante un reportaje porque si los televidentes hubiesen visto que estaba ahí dentro habrían pensado que estaba loca. Precavida, una mañana les pregunté a ella y a otra interna que la acompañaba cuánto hacía que vivían allí. Lidia, tras responder que doce años, me dijo que eran enfermas, que por eso estaban allí.
-¿Y de qué estáis enfermas?
-De depresión.
Ella pinta un cuadro tras otro. Copia tarjetas postales con reproducciones de paisajes fotografiados o de cuadros. A veces repite de memoria, por encargo, cuadros que ha pintado antes. Le digo: “Tienes un don para combinar bien los colores”. No hay disonancias pero, aunque los colores no sean exactamente los mismos, se somete al original. No existe ningún intento de reorganizar la imagen de un modo intrínseco a lo que ella está realizando. Diríase que sus telas o tablas en blanco no la invitan a que invente allí algo, son sólo superficies sobre las que traslada lo que hay en otras superficies. Copió un bodegón de Zurbarán –la “Naturaleza inerte” del Prado- en una tabla menos alargada horizontalmente que la postal. Entonces el bodegón pintado por ella tiene cortados los objetos de los extremos. Lo mutiló como mutilaba Procusto a sus cautivos para que cupieran en el lecho de hierro.
Como Lidia había estudiado Bellas Artes me pareció que su modo de trabajar era válido, dadas las circunstancias, pero anómalo. De todos modos, cuando un grupo de estudiantes vino a visitar el taller, lo único que despertó su admiración fue el paisaje que estaba pintando Lidia. Era la única que pintaba, y bastante bien, cuadros al óleo.
“¿Qué es lo que no se ve en el paisaje?”, pregunta Miller en “Mostración en Premontré”. “El punto de vista que se tiene de él. Cuando uno agrega una máquina fotográfica dentro de un paisaje, uno toma, si así puede decirse, un objeto invisible, uno materializa el objeto que es el punto de vista, lo que no se veía.”(3) Lidia, al pintar, usufructúa un punto de vista ajeno. Incluso cuando intentó retratar a Dolores, una enferma que tenía ante sí, le pidió una foto y pintó a partir de la foto.
Al principio, que Lidia y otros siempre intentaran copiar me pareció un defecto a corregir, pero pronto lo consideré un prejuicio mío y dejó de importarme. Muchos pintores han trabajado y trabajan a partir de fotografías o de reproducciones de cuadros ajenos. Van Gogh, que copiaba a su venerado Millet, en enero de 1890 le escribía a su hermano Teo: “Me parece que pintar según estos dibujos de Millet es, más bien que copiarlos, traducirlos a otro idioma.”(4)
Además, los que quieren copiar nunca lo logran, sale otra cosa. Eso al principio les molestaba mucho. Aún en el caso de Lidia, de quien podría decirse que copiaba bien, cuando una semana se quedó sin óleos y utilizó técnicas que controlaba menos –lápices de colores- lo que salió fue mucho más espontáneo y artístico, pero a ella le pareció todo lo contrario.
Una mañana me pregunté: si quisieran pintar algo del natural dentro del taller, ¿qué podrían pintar? Allí no parecía haber nada pintoresco. Llevé tres manzanas muy coloridas, verdes y rojas, y armé un modelo con un tiesto, su pequeña enredadera y la cortina ocre del taller como fondo y mantel a la vez. A Lidia le gustó. Casualmente tenía un óleo con tres manzanas, sin terminar. Me dijo que era el primer cuadro que había pintado en el psiquiátrico. No le interesó continuarlo ahora con las manzanas nuevas ni hacer nada con el modelo que le había preparado. Me puse a pintarlo yo, con lápices de colores, mientras ella me contaba que al llegar, cuando pintó eso, estaba muy mal. Ni hablaba ni hacía nada de nada. ¿Hago bien yo, ahora, al intentar moverla de esa copia repetitiva de un paisaje tras otro? No, creo que no.
Una mañana elogié los jardines del hospital. Lidia me contó que cuando la trajeron y vio tantas plantas, tantas flores, le pareció que había llegado a un lugar mágico, a una especie de cajita de música. No parecía un manicomio.
Con el tiempo va perdiendo rigidez, en el trato conmigo y en la pintura, pero cuando le dije que estaba pintando cada vez mejor me respondió, con amargura, que si yo hubiese visto lo que ella pintaba antes de enfermar no le diría una cosa así.
Le han encargado el retrato de un niño a partir de una foto. Cierta dificultad técnica que en un paisaje puede pasar desapercibida, en un rostro se transforma en imposibilidad de lograr el parecido.
Le hago ver las proporciones entre las partes del rostro. Me escucha con atención pero, como otras veces en que intenté enseñarle algo, nada indica que ella desee aprenderlo. Me dice que la mamá del niño lo encontró un poco pálido.
Un día expresó un deseo que siempre estuvo presente en mí: salir a pintar a los jardines, pintar del natural. Le respondí que cualquier mañana podríamos hacerlo, pero… ¿y los demás? ¿Creía ella que querrían hacerlo?
No, pero por si acaso lo pregunté:
-¿Os gustaría salir a pintar a los jardines, pintar las plantas, las flores…? Sólo Prodigio pareció oír la pregunta.
-Yo no sé pintar, Graciela.
-¿No te animas a salir tú sola, Lidia? Porque si los demás no quieren tengo que quedarme aquí.
-Manolo pintaba afuera. Manolo es el que me regaló este caballete. Pintaba muy bien, en el museo hay cuadros de él, ¿recuerdas el tríptico sobre las edades de la vida? Lo pintó aquí, en el hospital. Un día dejó de pintar. Dijo que se iba a dedicar a la meditación y no pintó más, por eso me regaló el caballete.
No volvimos a hablar de pintar afuera. Quizás no se animara a estar sola en los jardines. Además, no sé si se lo hubiesen permitido.
Un día, al ver que estaba pintando un paisaje con montañas, le comenté que había visto en la televisión un programa sobre escaladores de la sierra Karakorum. Unos cuantos se habían caído al vacío. Entrevistaban al único superviviente de un grupo, que regresaba para volver a intentarlo. Como continuando lo que yo decía, Lidia me contó que ella había oído que la mayor parte de la gente es subnormal y que en una ocasión, cuando estudiaba, también lo había dicho un profesor. Más del cincuenta por ciento eran subnormales y el cinco por ciento geniales.
Opiné que estaba mal planteado, si la mayoría son subnormales, ésa es la normalidad y son normales. Me dio la razón pero no parecía muy convencida. A continuación me contó que su sobrino había dicho, muy enfadado, que si seguía en la casa de la familia se iba a volver loco como la tía. Pero a ella lo que la había enloquecido habían sido los ruidos de los vecinos de arriba que se transmitían por las cañerías.
Antes nunca me había hablado de su locura llamándola locura.
Pancho
Si se diferencia “symptôme” (síntoma) de “sinthome”, tomando al “sinthome” como algo que anuda los registros de lo real, lo simbólico y lo imaginario, yo diría que Lidia y Pancho han hecho de su pintura un “sinthome” que da cierto sentido a sus días. En Pancho el arte parece ir diluyéndose, de todos modos, en la monotonía de los días indistintos, aplanados por los psicofármacos. Su vientre y su malestar físico van creciendo y cada vez pinta menos. La culpa de todo, dice, la tienen esos desgraciados que venden droga. A él lo enloqueció la droga, a los narcotraficiantes habría que matarlos a todos, si no fuera por ellos él no estaría allí.
Pancho es un simbolista “naïf”. Alrededor del tema principal –generalmente un rostro o una persona de cuerpo entero- repite diversas formas convencionales: labios, una cruz, un corazón atravesado por un puñal, estrellas… y me cuenta que representan al amor, el sufrimiento, el mal, el bien… Disfruta de lo que hace, le gusta mostrarlo, explicarlo, pero quizás ya corresponda decirlo en tiempo pasado.
Una mañana el coordinador me dijo que el hermano Joaquín, director del museo del hospital, quería saber si había obras de mi gente que pudieran estar en el museo. Le dije que sí, las de Pancho, las de Genaro, las de Prodigio… dependía de su criterio, tendría que ir el hermano mismo a mirar.
Cuando volví a ver a Pancho le dije que quizás Joaquín le pidiera un cuadro para el museo. Enfadado, muy exaltado, me espetó:
-¡No hay dinero aquí para pagar un cuadro mío! ¡Millones valen! ¡Millones!
Unas semanas después supe, por el coordinador, que Lidia y Pancho habían donado de buen grado algunos de sus cuadros.
Pura y Mimí
Tanto Pura como Mimí, después de hacer un par de dibujos inspirándose en láminas, dejaron de mirarlas y se quedaron detenidas en un tema único. Ninguna sugerencia mía las movió de ahí, de una casita que repiten semana tras semana. Mimí la tituló siempre “La casita de chocolate”. Como casi todos los enfermos que vienen cuando los invito pero que no han hecho de la pintura una actividad significativa en sus vidas, Mimí no comenta nada sobre lo que hace a menos que yo le pregunte y, aún así, es muy lacónica. Ambas parecen haber encontrado en las casitas una especie de holofrase dibujada con la que responden a mi demanda. Así, toda la actividad quedó controlada. A lo sumo, alguna vez, aceptaron agregar o cambiar un color. Pueden dibujarlas semana tras semana, hacer decenas de ellas. Nunca, ninguna de las dos, tuvo nada que contarme acerca de sus casitas. Relacionarlas con un concepto (el de holofrase) que remite a una solidificación de significantes (5) parece tan válido –si es válido- como relacionarlo con lo que dice Lacan sobre la significación que no remite a nada. “Es la fórmula que se repite, se reitera, se machaca con insistencia estereotipada. Podemos llamarla, en oposición a la palabra, el estribillo.”(6)
Un modo de hacer con el holofraseamiento, opuesto a éste, es el que reseña Vicente Palomera en su tesis, donde se refiere al dibujo de un jeroglífico por parte de un psicótico. Maeder interpreta prolijamente el sentido de lo que el enfermo expresa. Palomera observa que esta actitud impide al terapeuta darse cuenta de que el enfermo, a través de este jeroglífico, lucha contra el holofraseamiento significante.(7)
Las casitas de Pura, muy coloridas, más peculiares que los prolijos dibujos de Mimí, se acercan al tipo de arte realizado por legos que gustaba a Dubuffet. El modelo de casa es en ambos casos parecido: techo a dos aguas con chimenea, frente con una puerta y terminado en ángulo, pared lateral con una o más ventanas (decenas de ventanas en las de Pura). Las de Mimí tienen un arbolito o más a cada lado, un caminito que nace ante la puerta, a veces un sol, a veces pajaritos volando…
Pura es una señora de unos setenta años que se comporta como una niñita de tres o cuatro. Cuando su hija vio una de las casitas dijo que era muy bonita, pero cuando tuvo diez ante sus ojos enmudeció durante unos segundos antes de elogiarlas. ¿Por qué impactaba tanto ese conjunto multicolor de casitas similares?
“El carácter completamente gratuito, proliferante y excesivo, casi absurdo, de esta colección apuntaba de hecho a su cosidad (…)”. ¿No hubiese podido decirse también de las casitas de Pura esto que dice Lacan de las cajas de Prévert? (8)
La caminata desde los pabellones al taller, que fue cambiado de sitio cuatro veces, siempre ocupó una parte importante de nuestra mañana artística. Durante algunos meses hubo que recorrer casi medio kilómetro.
Ambas se ponen de buen grado en movimiento en cuanto llego pero tienen serias dificultades para caminar. Mimí, aunque parece algo más joven que Pura, no da un paso fuera del pabellón si no está firmemente cogida de mi brazo. A veces se cuelga, lo cual nos hace perder el equilibrio. Es muy pesada, en alguna ocasión no logré impedir que se cayera; pero en cuanto llegamos al taller, si necesita caminar algunos metros para ir a los servicios, lo hace sola y sin anunciármelo siquiera. Pura viene caminando detrás del grupo, distanciándose cada vez más, con pequeñísimos pasos de geisha.
Hay una cierta similitud entre ambas, también, en la pobreza del lenguaje. Creo que Pura nunca dijo oraciones de más de cuatro palabras, aunque las repite muchas veces.
A Mimí le cuesta articular los sonidos, apenas le entiendo lo que difiere de un “sí” o un “no”. Antes de dibujar, mientras dibuja y al terminar, Pura dice: “Yo no sé dibujar”.
(Durante los últimos meses, al verme llegar decía: “Yo no quiero dibujar” y, a su manera, huía. Esto no significa, creo, que su experiencia haya sido totalmente negativa. Después de una de las exposiciones realizadas dentro del hospital Pura exclamó, muy entusiasmada: “¡Se veían bonitas mis casitas! ¿Verdad?”)
Dora y Lucero
Así como las casitas de Pura y Mimí me hicieron pensar en un dibujo-holofrase, las flores de Dora me llevaron al artículo de Freud sobre representación de palabra y representación de cosa, aunque lo que dice Freud del proceso al que el esquizofrénico somete las palabras también parece definir a la holofrase: “(…) el proceso puede avanzar hasta el punto en que una sola palabra, idónea para ello por múltiples referencias, tome sobre sí la subrogación de una cadena íntegra de pensamientos”.(9)
Los lingüístas se refieren básicamente a la holofrase “como a una palabra que implica en sí misma la estructura de una frase”.(10) Lacan utiliza este concepto aplicándolo a la falta de intervalo entre la primera pareja de significantes, S1 y S2 . En el Seminario 11 considera al holofraseamiento de significantes como propio de la psicosis.
El modo de dibujar de Pura, Mimí y Dora parece más afín a la idea de un sujeto monolítico, identificado con su propio enunciado,(11) que a la conexión que establece Rudolph Arnheim entre la simplicidad de los primeros dibujos infantiles, por ejemplo los círculos que sirven para representar cualquier forma, y las “oraciones de una palabra” del niño que está aprendiendo a hablar.(12)
Una interna, Lucero, que sólo vino a dibujar tres o cuatro de veces, llenó la hoja con este tipo de dibujo infantil: circulitos con rayas como brazos y piernas, otros con más rayas que representaban animales y otros con algún detalle que los diferenciaba como “casa”. También este caso parece más cercano a la holofrase en el sentido que le da Lacan que en el de Arnheim.
Dora es una mujer más silenciosa aún que Mimí, pero no tiene ningún problema para articular las palabras. Me ve llegar y ni se inmuta, debo acercarme a donde está sentada, balanceándose suavemente, y preguntarle: “¿Vienes a dibujar, Dora?”, para que se ponga de pie y me siga. Parece siempre bastante contenta, a veces canturrea en voz muy baja himnos religiosos. Abro mi carpeta de recortes y le muestro las reproducciones de una en una. Aunque sólo algunas son nuevas, para ella parecen serlo todas y posiblemente elija una que ya eligió en otras ocasiones. Cuando una lámina le llama la atención –generalmente porque tiene flores-, me dice: “Esta está muy bien, ¿no?, ¿son flores?” Si le digo que sí, la escoge. Y luego continúa: “¿Estos son árboles?, ¿esto es cielo?, ¿y esto qué es?” Nunca dibuja nada sin haberlo nombrado antes ni sin mi confirmación. Pero, en definitiva, lo que dibuja es siempre lo mismo: flores o árboles muy parecidos a las flores. A veces la invito a poner algo más, nombrándoselo, y ella dibuja una montaña, por ejemplo, o un sol. Pero dibuja según las palabras, no según las láminas que elige y que luego no mira.
Para dibujar, prefiere cartulinas grandes, doble folio. Generalmente las cubre con unas pocas formas de árboles o flores muy estilizadas, esquemáticas, repetidas tantas veces como quepan. Su trazo es enérgico, no titubea. Dibuja tan rápido que a veces, para introducir una variante, en vez de darle enseguida otra hoja le pregunto si no le parece que quedaría mejor dibujar algo más para completar el espacio entre las flores. Obediente, vuelve a hacer flores, pero más pequeñas. El conjunto resulta armónico y decorativo. Le digo que tiene un estilo moderno, que sus pinturas quedarían muy bonitas en telas para almohadones, cortinas e incluso para blusas o vestidos. Ella me mira sonriente, elige otra lámina y vuelve a comenzar. Es la más prolífica. Cuando llega el momento de terminar, se pone de pie y deja el papel y los rotuladores donde los usó. Si le pido que guarde los rotuladores lo hace pero no parece registrarlo, la semana siguiente habrá que volvérselo a decir. Tampoco se entera de que cada dibujante guarda sus dibujos en una bolsa distinta. Deja los suyos apoyados encima de la pila de sobres.
En su artículo Freud dice que en la esquizofrenia la referencia a la palabra predomina sobre la referencia a la cosa. Si bien tanto en las neurosis de transferencia como en las afecciones narcisistas hay un intento de huida por parte del yo, en las neurosis narcisistas la huida es más radical y profunda, “consiste en el recogimiento de la investidura pulsional de los lugares que representan a la representación-objeto inconciente” pero las representaciones-palabra que le corresponden experimentan una investidura más intensa y “constituye el primero de los intentos de restablecimiento o de curación que tan llamativamente presiden el cuadro clínico de la esquizofrenia. Estos empeños pretenden reconquistar el objeto perdido, y muy bien puede suceder que con este propósito emprendan el camino hacia el objeto pasando por su componente de palabra, debiendo no obstante conformarse después con las palabras en lugar de las cosas.” Según Freud, “ellos tratan cosas concretas como si fueran abstractas”.(13)
Dora simplifica tanto sus flores que las acerca a esa abstracción propia de la representación-palabra freudiana. Si algún detalle difiere tiene menos que ver con lo que hay en la lámina que con lo que yo misma provoco al decir “árbol” o “montaña”. Y lo que parece desprenderse del texto de Freud es que cuando la representación-palabra ha recibido esta investidura tan intensa, el camino inverso, de la palabra a la cosa, no es transitable. Si estas analogías fueran válidas, con lo que estarían conformándose estas dibujantes es con la representación gráfica de la representación-palabra (“flor”, “casita”, “casita de turrón”), no con la representación gráfica de la representación-objeto.
Como Pura y Mimí, tampoco Dora decía nada en torno a sus dibujos.
Milagros
Milagros, en cambio, dibujaba flores convencionales. Llegaba a quitar a las de los papeles de regalo que le traía cualquier atisbo de singularidad estética, aunque fuera “kitsch”, que tuvieran. Pero no eran similares entre sí, como las de Dora. Conservaban las peculiaridades de las diferentes formas de corolas, hojas, cálices, a veces incluso estambres y pistilos. También podía dibujarlas de imaginación, con distintas formas y mayor soltura. Así como los cuadros de Linda eran “cuadros”, las flores de Milagros eran indiscutiblemente flores y solían ser muy elogiadas. Eran su especialidad, rara vez hizo otra cosa, pero a ella no parecía interesarle mucho dibujarlas. Aunque yo la invitaba cada vez que la veía, la mayor parte de las veces no quiso seguirme. No deseaba compartir los materiales de dibujo y siempre estaba enfadada con el personal del hospital porque, decía, le habían quitado los rotuladores o lápices que guardaba en su habitación. Durante nuestros primeros encuentros me había contado una historia tan verosímil de traición matrimonial y de internamiento injustificado que se la repetí al coordinador. Me aseguró que nadie era ingresado sin orden judicial, que Milagros era una esquizofrénica muy manipuladora y que se aprovechaba las enfermas más débiles, cobrándoles dinero si le pedían ayuda para vestirse, por ejemplo.
Genaro
¿Cuál es la diferencia?
A Genaro lo noto menos entusiasmado. Durante la última reunión de julio, previa al descanso de agosto, me había dicho: “¡Ahí tiene!”, acercándome la hoja como enfadado. No se había dejado llevar por el impulso de cubrir con color lo dibujado, el trabajo parecía abandonado a medio hacer. Algo sorpresivo le había hecho detener el ir y venir del rotulador cuando pintaba una forma. Lo dejó así.
A veces soy yo la que desearía detenerlo cuando de pronto comienza a colorear un dibujo interesante utilizando para todas las zonas el mismo color. Si nada lo distrae a tiempo, queda tan sólo una gran superficie cubierta con trazos enérgicos que no resulta de un color totalmente uniforme sólo gracias a que la tinta de los rotuladores se va secando y debe reemplazarlos por otros nunca idénticos.
Genaro no parece seleccionar entre las láminas, casi todas de paisajes, que le muestro. Parece coger cualquiera al azar o aceptar la primera que ve. Le traje un ejemplar de “Altaïr” para que eligiera entre imágenes más novedosas. Tras hojearlo muy rápidamente, dijo: “Hago esto”. Era un mapa.
-Podría ser –le digo-, pero tiene demasiadas letras, ¿no te parece?
Enseguida me dio la razón, incluso con algo de vehemencia. Eligió una fotografía. Era pequeña en relación al tamaño de la página, y estaba rodeada de textos. Como si esa relación entre lo escrito y la imagen se lo impusiera, imitó lo que veía. En la mayor parte de la página dibujó letras. Letras grandes con “serif”, trazadas sin rigor, a mano alzada –por eso mismo pintorescas-, con las que siempre escribe su nombre, día y sitio de nacimiento, fecha actual y localidad del hospital.
Entre la imagen y el texto, ¿cuánta es la diferencia? Las imágenes de las cosas parecen tener para él la misma importancia que los textos, amaga dibujar todo. Una mañana, hace tiempo, lo detuve cuando iba a continuar copiando palabras en el dorso de la hoja. Le dije que no hacía falta copiar todo y él, obediente, dio el trabajo por terminado. Diríase que dibuja como un ciego, que mira sin ver. Haría falta recortar la foto del resto de la hoja, excluir los textos. Se echa en falta una “Bejahung”, una afirmación, una aceptación que le hiciera decidir: “esto sí, esto no”.
La diferenciación entre los textos de la página y la imagen, la intrincación entre las partes de la fotografía permitiría una reproducción más o menos fiel del paisaje, un discurso visual (más precisamente visomotor) equivalente al discurso hablado.
Los trabajos de Dora y los últimos de Genaro parecen palabras sueltas, o menos aún: letras. Con la nueva axiomática a la que se refiere Miller en “Los signos del goce” se puede hablar de un enjambre en el que todos los significantes tienen valor de uno: S1 (S1 ( S1 (S1-S2))).(14) En la psicosis falta la castración, la operación a través de la cual el significante deviene elemento diferencial, deja de tener estatuto de letra, a la serie de S1 se le agrega un S2.
En una clase dada por C. Cuñat sobre estos capítulos de “Los signos del goce”, habló de un caso de psicosis que mostraba la pertinencia en la práctica de estas reflexiones de Miller sobre las enseñanzas de Lacan. “Frente a los S1 que se le plantean como puntos de identificación, la pregunta fundamental es: “¿Cuál es malo y cuál es bueno?” El analista propone hacer series de buenos y malos. Pero es difícil establecer un S2. Hacer una serie de buenos y malos sería enmarcar una serie de S1. En la actualidad, él llega y dice: “Dibuja el lobo”, “Dibuja a Drácula”… El analista puede decir: “Dibuja tú”. Entonces él hace un dibujo. Es el Uno solo. Es la única representación que hace, una especie de monigote todo lleno de pelos. Luego él pide al analista que dibuje a éste, al otro, al otro… Y encuentra una satisfacción al ver la diferencia entre unos y otros. Pero al día siguiente vuelve a lo mismo. Ya que no se conseguía hacer una diferencia, ni siquiera haciendo una serie, entre los buenos y los malos, el analista le invita a escribir. Para que cada dibujo tenga una escritura.” (15)
Dispersión
Otra mañana le di un número de “Integral”. Miró la revista, la cerró y me la devolvió.
-Aquí no hay nada que me interese -dijo.
Su elección de imagen parece ser tan azarosa que no puedo saber qué diferencia encuentra entre lo que le mostré primero y lo que le mostré después: un “Altaïr” que sí aceptó.
Planteó las cosas de un modo más disgregado que en otros trabajos.
En la fotografía había algunos animales con cuernos, gente a caballo, chozas y montañas al fondo.
La mitad de la imagen estaba ocupada por el cielo con nubes.
El dibujo de Genaro tenía dos zonas de color muy angostas y dos líneas onduladas que iban, las cuatro cosas, de lado a lado del cuadro. Un dibujo de línea representaba montañas. Unas formas más o menos cuadriláteras, arriba y a la derecha, tenían algo que ver con los azules del cielo o quizás con los azules de las montañas. Era un dibujo más sencillo que los anteriores y tardó mucho en completarlo. Se pasó gran parte de la hora y media leyendo la revista. Si yo le decía: “Hoy estás lector”, él me respondía: “Me gusta leer estas cosas, ahora me pongo a dibujar”.
De pronto, no sé por qué, me hizo su pregunta habitual:
-¿Y la familia? ¿Cómo está la familia?
-Muy bien –le contesté-, ¿y la tuya? ¿ Sabes algo de la tuya?
Me respondió con un lacónico e inexpresivo “bien”. Yo había observado, al reencontrarnos tras unas vacaciones que él había pasado en su casa, que había vuelto con un tic muy pronunciado: pestañeaba con fuerza continuamente. En otras ocasiones me había contado que tenía una hermana profesora de matemáticas. El había estado trabajando en la empresa familiar, una fábrica de muebles. Un día su padre dijo: “Este chico está mal” y lo habían ingresado.
Continuó dibujando sin expresar nada aparte de esa seriedad sin fisuras tan habitual en los rostros de los internos.
La Sagrada Familia
La Sagrada Familia monocroma de Genaro, realizada a partir de la reproducción de un cuadro clásico, resultó seleccionada para un folleto de invitación a las Jornadas de Voluntariado en Salud Mental. El coordinador dudó, si era obra de un débil mental no podía utilizarse. Le dije que todos los que vienen a dibujar son psicóticos, que si en alguno había debilidad mental era a causa de la psicosis. Hablé sin saber, no sé si fue así o al revés, pero ¿qué importaba? “Es que yo no entiendo”, me dijo, “ahora, escuchándote a ti, miro esto con otros ojos, pero la verdad es que no sé si es bueno o malo”.
La reproducción del cuadro clásico que representaba a la Sagrada Familia estaba en el cajón de una mesa del taller. Antes ahí enmarcaban láminas. Nadie quitó de la pared las muestras de distintos tipos de marcos ni se llevó lo que iba a ser enmarcado. Hay motivos religiosos, fotos de gatos, frutas, paisajes, payasos…
En el dibujo de Genaro, el color morado con forma de franja, techo o cielo continúa por la izquierda y se interrumpe, roto, a la altura de los hombros del santo que se sostiene en una sola pierna sin pie, o pedestal sin base, con un ala amplia –o capa o joroba- que se despliega hacia la derecha. Una braga oscura le tapa desde el pecho hasta la base de la nariz, cubriéndole una sola oreja. El resto de la cabeza de San José es calva. Los ojos son dos óvalos oscuros unidos por un trazo en forma de “u”que es la nariz. Bajo el ala derecha asoma un rostro de un solo ojo, lo que sería el otro ojo de la Virgen María devino triángulo isósceles agudísimo que empalma con el Niño Jesús, una cara en blanco de la que emerge un pedúnculo. El Niño tiene forma de bocadillo de historieta. Dibujando polígonos blancos regulares e irregulares, queda delimitada una sombra a la derecha, más grande que toda la Sagrada Familia junta, que bien podría ser un animal gigante con las fauces abiertas.
No me animé a mostrarle a Genaro la prueba de imprenta, temí lastimar a los demás. El coordinador no pensó lo mismo y cuando vino a visitarnos, el martes siguiente, habló con Genaro –que ya había visto el folleto- de lo bonito que había quedado. El contestó a todo: “sí, sí”, y continuó con su trabajo, como si la cosa no tuviese nada que ver con él.
Algunos de los integrantes habituales del taller suelen decirme “lo hago mal” porque carecen de dominio técnico. Les digo que lo hacen bien, que en arte no hay un solo modo de hacer las cosas. Parecen aceptarlo y siguen trabajando.
Genaro –que puede hablar normalmente- no dice nada, no manifiesta la presencia en su psiquismo de ninguna contradicción respecto a lo que produce ni respecto a producirlo o no. Si antes de salir para el taller les encargan a él y a Juan que vayan al bar a comprar algo para sus compañeros de pabellón, van para allá en vez de venir conmigo y eso no parece contrariarlos.
Lacan y la Gestalt
Del modo de dibujar de Genaro, pese a la distancia en cuanto a formación técnica, podría decirse
algo parecido a lo que escribe Lacan en el Seminario 11, en el capítulo “¿Qué es un cuadro?” de las pinceladas de Matisse: “el sujeto no está del todo, es manejado a control remoto”.(16) En las formas de Genaro y de Dora, independientemente de la psicosis (porque no todos los psicóticos ni todos los no psicóticos trabajan con esta espontaneidad) predomina el gesto. Es posible que esté tan presente en sus trabajos como en el cuadro del que habla Lacan. También los dibujos esquemáticos de los niños y los primitivos deben su rotundidad a la mayor dependencia del gesto que del anhelo de precisión, imitación o verosimilitud.
En los trabajos de Genaro no puede verse ni siquiera la representación gráfica de una representación-palabra. Son raros. La representación-cosa a la que la representación gráfica remitiría en el espectador, es indiscernible. En una prueba como el “Test Guestáltico Visomotor” de Lauretta Bender, por ejemplo, una copia con tal grado de imprecisión en cuanto a la reproducción de una Gestalt (forma) aparecería como “distorsiones plásticas, (…) inusual cohesión entre todas las figuras” propias de la esquizofrenia.(17) Por eso, por su rareza, sus trabajos son más sugerentes que los de aquellos que ya se dedicaban al arte antes de ser ingresados.
Hay rasgos compartidos entre lo que Genaro dibuja o pinta y la fotografía que mira. Unos círculos que se asocian fácilmente con ojos, o una zona oscura colocada aproximadamente en el mismo sitio donde lo que él mira es más oscuro. O en otro sitio pero con algo en común con el original, una forma vagamente triangular, por ejemplo. Todo parece válido, jamás corrige. Como Dora, dibuja con trazo decidido y sin entrar en detalles. Aunque tengan un estilo tan característico, que es como la huella de un gesto, ni en Dora ni en Genaro asoma el deseo de configurar un estilo propio ni de mejorar el existente.
Tanto Rudolph Arnheim, mencionado anteriormente, como Lauretta Bender pertenecen a la Escuela de la Gestalt.
La aprehensión visual y posibilidad de reproducir la Gestalt original es una habilidad que los niños van consiguiendo paulatinamente pero que algunos psicóticos pueden perder, o no lograr nunca.
En su tesis sobre el estadío del espejo, Lacan habla del sujeto que asume una imagen, una Gestalt que es la forma del cuerpo. En “Las cárceles del goce” (18) Miller va recorriendo las etapas de la teoría de Lacan desde lo imaginario vinculado a la percepción, hasta la imagen como velo, como engaño. Sigue luego a los fenomenólogos en el sentido de que el sujeto de la percepción siempre toma una perspectiva desde la cual unas cosas esconden a otras. Pero para Lacan el sujeto no está fuera de lo percibido, unificándolo, sino adentro. “Lacan va a desarrollar al sujeto como un efecto de la estructura, no como el unificador de la estructura tal como lo quiere la teoría de la Gestalt”, dice Miller.
La geometría proyectiva y la representación significante
Aunque, “lo que de relación subjetivizante originaria nos propone el campo de la visión como tal” no resulta agotado por la “dimensión geometral de la visión”,(19) luego Lacan se vale de la geometría proyectiva para representar la estructura visual del mundo topológico sobre el que se funda la interacción del sujeto.(20)
Para la geometría euclidiana el sujeto de la visión es el punto de referencia. Con la geometría proyectiva Lacan va más allá de la metáfora óptica pues le permite dar cuenta de un sujeto que es efecto de la combinatoria entre lo visual y el significante que ordena sus relaciones con lo extenso.(21)
Bernard Nominé retoma la topología de los tres planos de Lacan a partir de los principios elementales de la geometría proyectiva.(22)
Si tenemos un punto M y lo proyectamos sobre un plano P a partir de un punto O (O à M à P) , la recta OM cortará el plano de proyección P en el punto m. El punto O, por servir de referencia a la proyección, no puede proyectarse a sí mismo. Se puede decir que tiene, del significante, la característica de no poder representarse a sí mismo.
En la representación significante tenemos también un sistema de tres elementos: el sujeto, representado por un significante, para otro significante (S à S1à S2). Podemos superponer, entonces, este principio de la representación significante a la de la geometría proyectiva.(23)
El modo de trabajar de Genaro, que sugiere una total sincronía entre impulso y trazo, equivaldría a la falta de distancia entre S y S1. Nominé, refiriéndose al autismo, dice lo siguiente: “S1 se vuelve a encontrar en la posición S, es decir, en la posición del centro de proyección que no tendrá jamás imagen porque no puede proyectarse a sí mismo. Tenemos ahí, ilustrada, la posición del que permanece petrificado frente a la imposibilidad de representarse a sí mismo, del que no desiste de la idea de oírse a sí mismo. Este no tiene su imagen en el plano del Otro.”(24)
Nominé habla de lo que él ha verificado en un niño autista. “No es tanto que al niño no le interesen las imágenes sino más bien que para él no hay imágenes porque él no posee imagen de sí mismo.”(25) Un momento importante del tratamiento de este niño es cuando la madre saluda desde la acera, como de costumbre, al niño sentado junto a una ventanilla del autobús y él, por primera vez, parece verla a través del vidrio y llora al alejarse. Hasta ese momento sólo parecía mirar el cristal, no a través de él. De lo que se trata, entonces, es de la diferencia entre mirar y ver . No ocurre la “disimulación de la mirada en la visión”, (26)la caída del objeto mirada.
Al decidir qué dibujar, Genaro parece no ver nada en todo lo que mira, o sea nada en especial. ¿Y no podría decirse algo así también de Dora, cuando acomoda todo a la palabra “flor”? Tampoco en la copia sin prisa y sin pausa de Lidia parece haber la necesaria distancia entre el lugar desde donde se ve y el lugar desde donde se mira.(27)
Nominé cuenta de su paciente que tenía la costumbre de escupir, con la boca llena de agua, sobre una tela que él había colocado en el suelo. Luego el niño pegaba su mejilla a la mancha, como para reducir la distancia entre los planos S y S1, para que nada se perdiera entre él mismo y su huella. Cuando Nominé recortó la mancha, el niño se la tragó. Abolía el valor de signo que tenía ese rastro.(28) ¿Se trataba de lo mismo cuando Genaro intentaba cubrir todo lo realizado con el mismo color? A veces parecía querer tacharlo. En el museo del hospital había cuadros de un buen pintor figurativo que, con el correr del tiempo, dejó de pintar. Su último cuadro era totalmente negro.
¿Tampoco él había podido soportar esa pérdida?
Como para subrayar el interés del análisis de la creación plástica en relación con la posibilidad de aceptar la pérdida -del objeto mirada-, está el ejemplo de los últimos cuadros de Mark Rothko, que iban hacia el negro total. Otro ejemplo: acerca de Ad Reinhardt, junto a una reproducción de su serie de “Pinturas negras” (totalmente negras, con muy sutiles matices dentro del negro), leo que “consideraba imposible representar la idea de un objeto real en el lienzo”. (29)
El tratamiento del niño autista del que habla Nominé evoluciona hasta que pintar se transforma en lo esencial de sus encuentros. Ha aceptado que una mancha de color lo represente y separarse de ella. Los pocos enfermos que venían al taller habían alcanzado, todos ellos, ese umbral de renuncia. En el caso de Pura y Mimí, parecía una renuncia condicionada a realizar siempre el mismo dibujo infantil y, aún así, Pura no pudo continuar.
La pregunta por el estado civil
A partir de la última exposición que hicimos dentro del hospital, Genaro dejó de cubrir las hojas con distintos colores. Retomó la costumbre de trazar antes que nada el recuadro del dibujo y a continuación los perímetros de las formas que luego llena de color. Abandonó las ceras y volvió a los rotuladores. Sus últimas pinturas eran las más llamativas de la muestra. ¿Qué lo habría hecho cambiar?
Le pregunto: “¿Ya no utilizas ceras?” Me responde: “No. Manchan los dedos.”
Es cierto, eso no le gusta a ninguno de los asistentes al taller. Pero tampoco quieren trabajar con unos guantes de latex fino, de uso médico, que nos han traído.
Una mañana reapareció Pedro. Como en ocasiones anteriores, se sentó frente a Genaro, pintó con los mismos rotuladores que usa él y en menos de media hora ya se había ido. Durante ese rato Genaro, inquieto, puso cara de furia y tuvo los mismos tics faciales que cuando regresó al hospital después de pasar las vacaciones con su familia. Creo que este semejante le cae mal. Cuando parecía más tranquilo me preguntó algo que sabe muy bien: si yo tenía marido.
-Sí –le digo-, y un hijo.
-Pues yo –dice- soy soltero…
Al despedirnos, antes de entrar a su unidad, por primera vez se me acercó y me dio un beso en cada mejilla.
Me dice: “Que lo pases bien, Graciela.”
Le respondo: “Gracias, Genaro, igualmente.”
Vuelvo a pensar en la representación de palabra y no de cosa discernidas por Freud. Todas las veces
que me había preguntado: “¿Qué tal su esposo?” y “¿Qué tal su hijo?”, sus palabras habían sido como barcos sin ancla, a la deriva, a las que mi respuesta no había dado alcance.
El saludo novedoso pudo haber tenido algo que ver con la visita de Pedro, porque no se repitió.
Pedro
En la “Mostración de Premontré” Miller habla de un documento clínico del profesor Bobon referido “a una paciente italiana quien, pasados años de mutismo, acaba por hacer cierto número de dibujos en los que hay ojos, y especialmente el dibujo de un árbol con tres ojos, que tiene un letrero que dice: “soy siempre vista” (sono sempre vista)”.(30)
Tras señalar el doble sentido de “vista”que recalca Lacan: ser vista y ser la vista, Miller dice que de este modo “nos concede ella el secreto de su posición de mutismo, que es ocupar el lugar de la apertura obtenida por la extracción del objeto. (…) Es muy importante para un sujeto no ser siempre visto.”
Miller también señala que si el campo de la realidad “procura una confortable seguridad subjetiva es por estar estructurado por la consideración de la perspectiva”. “Al sujeto que percibe le corresponde el punto de esa perspectiva situado al infinito.”
(Para Erwin Panovsky, con la perspectiva renacentista “se había logrado la transición de un espacio psicofisiológico a un espacio matemático, con otras palabras: la objetivación del subjetivismo.”)(31) En la psicosis, la no extracción del objeto a, hace visible al objeto mirada, el punto de vista que no se veía.
No sé si sería posible establecer alguna relación entre la mayor o menor dificultad en adoptar la perspectiva para representar el espacio tridimensional y la estructura psíquica, pero en el hospital psiquiátrico sólo vi a un enfermo, Pedro, intentar dibujar en perspectiva. Además, buscaba representar un objeto de la realidad: un cenicero que había en el taller. Tras dedicarse de lleno a ello durante un par de semanas, trazando incluso líneas de fuga para lograr el efecto de profundidad, no insistió. También dibujó correctamente algunos poliedros, y a partir de los poliedros, polígonos, llegado a ellos por medio de trazados propios de la geometría proyectiva.
Pedro es experto en informática. Habla poquísimo, prácticamente nada, y con mucha dificultad, cuesta comprender lo poco que dice. Durante el primer año vino regularmente, ahora no porque está ocupado, me dijo el coordinador, informatizando unos archivos.
Cuando era más asiduo le traje unas páginas de revista con unas fotos muy nítidas y coloridas de los jardines de Kioto. Las aceptó y escogió una. No tenía más que un par de tubos de óleo, con los restos de un tierra de Siena y un bermellón. El pincel que utilizaba era tan miserable que limpié los abandonados por otra enferma y se los di. Luego de usarlos no los limpiaba porque no podía abrir el frasco de trementina. Agujereé la tapa y pasé el líquido a otro recipiente. Detectaba el problema pero permanecía como un observador, sin tomar ninguna iniciativa; aunque su aparente ensimismamiento y timidez producían, cada tanto, decisiones claras y certeras. De una de las fotografías de los jardines eligió el fragmento más pintoresco y desechó la mayor parte de la imagen. Dedicó muchas sesiones a ese cuadro. Luego, basándose en un recorte de revista, estuvo varios meses trabajando un retrato al óleo de la hija de una duquesa. No recuerdo que haya dado por terminada ninguna pintura pero en el taller había algunos óleos bien realizados, acabados en épocas anteriores con la ayuda de un psiquiatra pintor. El mejor era la representación de un jardín interior que se veía desde donde él pintaba. Pedro, a diferencia de Genaro y otros pacientes, parecía ver y decidir cuidadosamente lo que hacía. Quizás esto tenga algo que ver con que fuera el único tentado por el dibujo en perspectiva.
Prodigio y Luisa
La primera vez que Prodigio aceptó venir a dibujar, la enfermera que solía darles los abrigos y abrir la puerta del pabellón me hizo una advertencia: que no la pusiera cerca de un hombre porque eso la asustaba mucho. Como en esa época el taller estaba en un sitio al que se asomaban muchos hombres, procuré que hubiera mujeres sentadas a sus dos lados. Pero durante la segunda o tercera reunión me di cuenta de que se concentraba tanto en su trabajo que el ir y venir de los hombres, se sentaran o no, le tenía sin cuidado.
Pronto comenzó a ir al taller con Lidia durante la semana, no solamente cuando voy yo. Luego, durante un tiempo, también las acompañó Dolores.
Prodigio hacía unos dibujos infantiles tan encantadores como los de algunos niños, pero solía tener
problemas cuando intentaba copiar las imágenes que elegía. A veces podía copiar la forma pero no su orientación, o no podía interrelacionar correctamente las distintas partes, que sí copiaba, de una forma. Este modo de dibujar, como ocurrió con Genaro, me llevó a releer los comentarios de Lauretta Bender sobre ciertas respuestas al “Test Guestáltico Visomotor” : “En este caso, las partes individuales se determinan de acuerdo con los principios guestálticos y la dificultad para asociarlos constituye una perturbación de la función integradora superior. Parecería característico de los esquizofrénicos que una de las partes de la figura esté mal orientada con respecto a la otra o que la disociación de aquéllas sea tan marcada que no sirvan para orientarse recíprocamente entre sí. En verdad, impresiona contemplar a los pacientes luchar con esas formas no obstante su simplicidad. Evidentemente sufren ante las dificultades que les ocasiona la realización de una tarea en apariencia tan sencilla. Aun al dar por terminado el trabajo, parece que dudaran acerca de si su ejecución ha sido satisfactoria.”(32)
Prodigio cambia también algunas letras de mi nombre cuando me dice: “No puedo, Gabriela, no me sale.”
Y yo le respondo: “Sí que te sale, lo que ocurre es que no queda idéntico a lo que copias, tú tienes tu estilo. Pero no me llamo Gabriela, me llamo Graciela.”
-¡Ay, sí! –dice- ¡Perdón, señorita! ¡Siempre me equivoco! Se critica mucho a sí misma, pero continúa trabajando.
Una mañana tomó la iniciativa de separar sus dibujos y colocarlos en una bolsa de plástico tras revisarlos y ordenarlos. Consideré que era un modo excelente de acotar algo propio allí donde predomina el anonimato institucional.
Cuando otra enferma, Dolores, regresó tras casi un mes de fuerte angustia y comenzó a buscar los dibujos que había hecho antes de ausentarse, decidí traer bolsas para todos.
Prodigio me dice, cada tanto, que no sabe si seguir yendo durante la semana, que las cosas le salen cada vez peor.
-Lo que dices no es verdad –insisto-. No es sólo mi opinión. He mostrado fotocopias de tus pinturas a otras personas y les han gustado.
-Entonces…, si usted piensa eso, Gabriela, voy a seguir.
Dibujó sin titubear un paisaje muy ingenuo, con vacas y pasto, un torbellino de rayitas de rotulador que se escapa, persiguiendo a un animal, del marco que ella misma trazó.
-Me encanta –le digo-, está hermoso.
-No, sor Gabriela, está mal…esta vaca con dos patas… si parece un pájaro.
La exposición dentro del hospital despierta el entusiasmo de la gente que viene al taller, pero Prodigo, aunque alguna vez me llamó “sor Gabriela” por mi manera “suave”de hablar (eso me dijo), no se deja engañar por mi aparente desinterés.
-Con esto usted debe ganar mucho dinero –afirma-. Con la exposición ganará dinero de la Comunidad de Madrid.
Lo niego. Voces amigas me apoyan.
Ya le había oído a Prodigio dichos paranoicos. Una mañana comentó que alguien se había llevado dibujos suyos. Los buscamos juntas y aparecieron. Quizás el origen del impulso de ordenarlos haya sido alguna sospecha de este tipo.
Un día me contó, como si se tratara de algo muy importante, que durante la semana un señor le había pedido ver sus dibujos y a uno lo había marcado con un sello redondo. Me señaló el círculo azulado. Prodigio se confundía, eso era algo que ella misma había dibujado.
Otro día busca sus dibujos en la bolsa donde se los guardo, los vuelve a mirar con interés pero los considera mal hechos. Le digo una y otra vez que lo importante es el resultado final, no el parecido con la lámina.
-Quien vea tu dibujo –le digo- no está viendo de dónde lo has copiado. Tienes un estilo naif, con los trazos del rotulador que siguen distintas direcciones, muy interesante.
-Está mal –insiste-, yo no sé dibujar.
Al final, ya sin argumentos, le digo: “Es que tú no entiendes de arte.” Le da risa y continúa dibujando.
El estilo de Luisa, la última en incorporarse al grupo, es muy parecido al de Prodigio pero bastante más decidido; sus trazos de rotulador también me recuerdan las pinceladas de Van Gogh. Parece guiarla un sentido estético bastante preciso. Suele dar consejos a los demás en cuanto a la conveniencia de utilizar ciertos colores o de equilibrar las formas del diseño. Mi opinión no le importa, no me la pide, no parece necesitarla. Deja sobre la mesa los trabajos terminados y se va antes que los demás. No parece interesarle, tampoco, lo que yo haga luego con sus dibujos. Los guardo también en una bolsa. Una vez los expuse ante sus ojos, elogiándolos. Todos los presentes dejaron de dibujar para mirarlos y alabarla, pero su relación con lo que realiza parece nula, como si le faltara la palabra “mis” de “mis dibujos”.
Pilar y Jorge
Hoy, al regresar, nos cruzamos con Pilar. Cuando la saludé respondió sin mirarme. No la había vuelto a ver desde que nos mudamos al taller nuevo. Fue una de mis primeras alumnas pero, aunque se lo avisé, dejó de venir cuando falté unos días con motivo de las fiestas de fin de año. La frágil relación entre nosotras se había centrado en sus acuarelas. Como los de Genaro, sus trazos eran espontáneos, no dudaba ni corregía. La acuarela es más incontrolable que los rotuladores o las ceras, en sus trabajos todo parecía casual. A mí me sorprendían sus formas apenas esbozadas, la osadía de las superposiciones, las transparencias entre colores. A ella le sorprendía mi entusiasmo. Reaccionaba ante mis elogios desmintiéndome. Ella no servía para pintar, lo que siempre había tenido era mucho oído para la música. ¿Cantaba? ¿Tocaba algún instrumento? No, pero ella en cuanto oía algo…
¿De qué música se trataba? También Jorge me habló de música cuando dejó de dibujar, pese a hacerlo con soltura, cubriendo la hoja con motivos psicodélicos, flamígeros, que iban llenando todos los huecos como un líquido. Me dijo que había decidido dedicarse a la música. Cuando volvió al taller se sentó contra una pared y tocó la flauta ensimismado, acompañándose con movimientos de la cabeza pero sin producir ningún sonido.
A Pilar, para convencerla, un día le llevé un catálogo de la colección de acuarelas expresionistas del Museo Wallraf-Richartz. Unas cuantas de sus pinturas hubiesen podido formar parte de esa muestra sin desentonar. Podrían haber sido de Nolde, por ejemplo. Se lo dije, pero no pareció interesarle.
Los trabajos más elaborados de Nolde, de todos modos, estaban muy lejos de las posibilidades de Pilar. Ella no intentaba expresar ni organizar nada, sólo manchaba con pintura procurando representar paisajes, flores, barcos, árboles, lo primero que se le ocurría.
El gran conjunto llamado arte tiene en sus bordes trabajos cuyo mérito es función de toda una obra, que prometen lo que otros trabajos cumplen.
El conjunto de los trabajos de esta gente, en sus bordes, tiene hallazgos que muestran lo que pudo haber sido o lo que podría llegar a ser, quizás…
NOTAS
- Lacan, J. El Seminario, Libro XI, Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis, Ed. Paidós, Barcelona, 1995, p.219.
- Lacan, J. El Seminario, Libro III, Las psicosis, Ed. Paidós, Barcelona, 1984, p.24.
- Miller, J-A., “Mostración en Premontré”, Matemas I, Manantial, Buenos Aires, 1987, p.172.
- Lobstein, D., “Les couleurs de la douleur” en Millet, Van Gogh, Hors-série Beaux Arts magazine, París, Beaux Arts, 1998, p.36.
- Lacan, J. El Seminario, Libro XI, Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis, Ed. Paidós, Barcelona, 1995, p.245.
- Lacan, J. El Seminario, Libro III, Las psicosis, Ed. Paidós, Barcelona, 1984, p.53.
- Palomera, V., L’expérience psychanalytique des psychoses á l’époque freudienne, tesis para obtener el título de Doctor de la Universidad de París 8, presentada y sostenida públicamente, el 12 de octubre de 2002, inédita, p.86.
- Lacan, J., El Seminario, Libro VII, La ética, Ed. Paidós, Barcelona, 1992, p.141.
- Freud, S., “El discernimiento de lo inconciente”, Obras completas, Tomo XIV, Amorrortu ed., Buenos Aires, l984, p.196.
- Bermant, C., Edwards, M., Eldar S., Escayola, E., Lafuente, C., y Sonnabend, R., “La holofrase” en Forum Red Cereda Nº2, Barcelona, 3 de octubre, 1987, p.57.
11. Ibid., p.58.
- Arnheim, R., Arte y percepción visual, Eudeba, Buenos Aires, 1962, p.140.
- Freud, S., op. cit., p.201.
- Miller, Jacques-Alain, Los signos del goce, Ed. Paidós, Barcelona, 1998, p.343.
- Cuñat, C., Seminario sobre “Los signos del goce” de Jacques-AlainMiller, caps. XX y XXI, en Infonucep, Nº25, Madrid, junio 2001.
- Lacan, J. El Seminario, Libro XI, Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis, Ed. Paidós, Barcelona, 1995, p.121.
- Bernstein, J., “Guía para la aplicación del B.G.”, p.3, en Bender, L., Test Guestáltico Visomotor, Ed. Paidós, Barcelona, 1984.
- Miller, Jacques-Alain, “Las cárceles del goce” en Imágenes y miradas, E.O.L., Buenos Aires, 1994, p.13.
- Lacan, J. El Seminario, Libro XI, Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis, Ed. Paidós, Barcelona, 1995, p.94.
- Nominé, B., “L’autiste et le regard: l’instant de voir” en Quarto, Nº53, Bruselas, invierno 93-94, p.32.
- Nominé, B., “De la méthaphore á la topologie” en Pas Tant, Nº29, Presses Universitaires du Mirail-Toulouse, diciembre 1991, p.41.
- Nominé, B., El marco del fantasma y el lienzo de la identificación, p.39.
- Nominé, B., op. cit., p.56.
- Nominé, B., “L’autiste et le regard: l’instant de voir” en Quarto, Nº53, Bruselas, invierno 93-94, p.33.
25. Ibid., p.33.
- Miller, J-A., “Mostración en Premontré”, Matemas I, Manantial, Buenos Aires, 1987, p.172.
- Nominé, B., op. cit., p.31.
28. Ibid., p.35.
- El arte del siglo XX, Debate, Madrid, 1999, p.384.
- Miller, Jacques-Alain, op. cit., p. 172.
- Panofsky, E., La perspectiva como forma simbólica, Tusquets Ed., Barcelona, 1978, p.49.
- Bender, L., Test Guestáltico Visomotor, Ed. Paidós, Barcelona, 1984, p.140.