En este cuarto debate, dentro del ciclo organizado desde la Sección Clínica de Madrid (Nucep) bajo el título “Vigencia del psicoanálisis 20 años después”, conversaremos acerca del lugar del inconsciente en la clínica contemporánea.
El inconsciente es un concepto ligado al psicoanálisis desde su comienzo. Y es uno de esos conceptos creados por Freud que han pasado al dominio público. Es común pensar hoy en día que bajo la apariencia de nuestros actos, de nuestras palabras, de nuestras decisiones puede haber motivos que desconocemos, motivos “inconscientes”.
En el psicoanálisis actual la hipótesis del inconsciente sigue siendo “necesaria y legítima”(1) tal como planteaba Freud en 1915, y por las mismas razones. Tenemos que admitir que en nuestra experiencia cotidiana hay toda una serie de fenómenos que sin poder negar que nos pertenecen, ya que se nos imponen, sin embargo, no podemos dar una explicación de ellos ni desde la conciencia, ni desde la voluntad. Por ello, es necesario suponer una instancia “inconsciente” que puede permitir darles una explicación.
Freud hablaba de “hipótesis” del inconsciente y Lacan hablará de su estatuto “pre-ontólogico”(2). Con ello querían subrayar el hecho de que el inconsciente no tiene un “ser” objetivo en sí mismo, que cada sujeto no posee un contenedor con una serie de determinantes desconocidos que definen “una voluntad oscura y primordial anterior a la consciencia”(3), sino que el inconsciente es algo cuya suposición permite que el dispositivo analítico se ponga en marcha para que un sujeto pueda indagar lo que le ocurre. Este es un detalle muy importante que separa la concepción común del “inconsciente” de la concepción del psicoanálisis.
De esta manera para el psicoanálisis el inconsciente no es un “desván heteróclito”(4) que acumula restos de nuestro pasado, sino que se produce conforme el sujeto va hablando. Se encuentra en la superficie mismo de lo hablado, en los significantes elegidos, en los relatos que se elaboran, en las explicaciones que se dan y especialmente en los puntos de falla de lo hablado: bien sea lo que no puede decirse, lo que se olvida, lo que se dice mal, el relato que una vez expresado deja insatisfecho al sujeto, el lapsus, el error. Como dice Lacan el inconsciente aparece precisamente en “lo que cojea”(5), ya que solo se busca la causa a aquello que no funciona.
Se trata, pues, de un inconsciente que tiene que ser producido en la relación con otro al que se habla en la relación analítica. Por eso decimos que el analista forma parte del concepto de inconsciente, y le añadimos el calificativo de transferencial, en la medida que solo se llega a producir cuando se da la suposición de un saber acerca de lo que nos ocurre en la persona del psicoanalista, cuando se da la transferencia.
Para entender el funcionamiento del inconsciente, Freud introdujo el concepto de “represión”. Este concepto daba cuenta de una dificultad para hacer pasar a la palabra consciente determinados afectos que involucraban el cuerpo del sujeto. Acorde al espíritu de la época, Freud constataba que muchas de las dificultades de sus pacientes provenían de la censura que el sujeto se autoimponía a partir de las exigencias de los ideales propios o compartidos. Por ello, el trabajo con sus analizantes estuvo orientado por el intento de favorecer que estos pudieran poner en palabras, “hacer consciente”, aquello que se encontraba reprimido y por el intento a su vez de formalizar las leyes que permitían leer lo reprimido en las formaciones del inconsciente: en los sueños, en los lapsus, en los olvidos, en la envoltura formal del síntoma. Con este planteamiento, Freud llegó a un límite en sus análisis, si bien muchos síntomas remitían otros se perpetuaban e intento buscar explicación a esta paradoja a través de nociones como “la reacción terapéutica negativa”, “el más allá del principio del placer”, “la pulsión de muerte” o “la roca de la castración”.
Los avances que introdujo Lacan nos han permitido ir más allá en la comprensión y en el trabajo con lo inconsciente. Lacan pudo entender que la dificultad que existía entre afectos del cuerpo y lenguaje iba mucho más allá de la represión y tenía un carácter no contextual sino estructural. Esta dificultad estructural se presentaba en dos aspectos esenciales. Por un lado, en la constatación de que “no todo” de los afectos del cuerpo puede pasar por la palabra, es decir, que hay un parte del goce del cuerpo que no puede ser tratado por la palabra. Y por otro lado, en que la propia relación con el lenguaje produce efectos de goce en el cuerpo que lo marcan y de los que no puede dar cuenta.
Estas aportaciones lacanianas nos obligan en la clínica actual a estar muy atentos acerca de cuál es el modo singular de engranaje que existe entre lenguaje y goce en las personas que tratamos, ya que según sea este engranaje, nuestras intervenciones tendrán que ser de determinado orden o de otro.
Ya Freud en su escrito “Lo inconsciente” se dio cuenta de ello y así nos ponía en comparación el distinto modo en que se engranaban lenguaje y efectos en el cuerpo de una querella con el amado tomando el ejemplo de una esquizofrénica de Tausk y haciendo la suposición de lo que le ocurriría a una histérica. La paciente de Tausk decía: “Los ojos no están derechos, están torcidos (verdrehen)”. Una afirmación que a solas resulta extraña, pero a la que daba una explicación impecable en su lógica, explicando sus reproches hacia el amado: “Ella no puede entender que a él se lo vea distinto cada vez; es un hipócrita, un torcedor de ojos (Augenverdreher, simulador), él le ha torcido los ojos, ahora ella tiene los ojos torcidos, esos ya no son más sus ojos, ella ve el mundo ahora con otros ojos”(6). Por otro lado, Freud nos explica que de haberse tratado de una histérica la sujeto “habría torcido convulsivamente los ojos”(7). Dos maneras harto distintas de enlazar con el lenguaje un afecto en el cuerpo ligado al acontecimiento de la querella con el amado.
Efectivamente, nuestra posición y manera de intervenir no puede ser la misma con una esquizofrénica que elabora su pequeño delirio que con una histérica que sintomatiza en el cuerpo. También habrá de ser distinta con un autista para el que hay un rechazo consistente a dejar que el lenguaje trate el goce, con un parlêtre que se ve empujado a tratar el goce del cuerpo con sus adicciones, con un joven que no tiene recursos todavía para poner en palabras lo que atraviesa su cuerpo, con un sujeto que no puede parar de hacerse interpretaciones a sí mismo de lo que le pasa sin poder adherirse a ninguna, o con otro sujeto que se aferra a la misma interpretación rígidamente.
Por ello, la posición del analista tiene que partir del silencio, para poder leer cómo funciona la articulación singular de cada ser hablante con el que entablamos una relación analítica, antes de actuar.
Pero el silencio no implica una posición pasiva del analista. Muy al contrario, la posición del analista pasa por una posición activa, ya que la pasividad de escuchar la asociación libre u tomar nota de las conductas de las personas que tratamos solo lleva a la repetición del automaton de goce. El analista se compromete con tratar de que sus intervenciones se conviertan en un acontecimiento que permita el hallazgo de algo nuevo que sorprenda al parlêtre por su lógica, una lógica que no es la del sentido común sino la lógica del singular funcionamiento de su goce articulado a lo simbólico y a lo imaginario. Por ejemplo, un paciente se queja de su insatisfacción porque sus relaciones amoroso-sexuales nunca llegan a nada. Hace un recuento de relaciones que se han visto frustradas a la vez que declara “la satisfacción de la ruptura” en cada uno de estos casos. Sancionar que esas relaciones no son insatisfactorias, sino que en ellas encuentra “la satisfacción de la ruptura” (sea lo que sea lo que implica este sintagma, más allá del sentido convenciuonal), sorprende al sujeto y le permite empezar a leer su posición en estas relaciones de otra manera.
El psicoanalista está avisado de la extraña lógica que mueve las relaciones entre palabra y goce para cada parlêtre y por eso puede acompañar el trabajo singular de lo inconsciente en cada caso que le llega.
Sus intervenciones estarán orientadas ora por el trabajo del significante bajo las leyes que Freud y Lacan nos iluminaron, ora por poder circunscribir lo incurable del sujeto para poder encontrar un “saber hacer” con ello. No es un trabajo fácil, y muchas veces no nos sentimos a la altura de la tarea, pero se trata de dejar que el deseo del analista oriente ese acto, ese corte, ese juego de palabras, esa alusión, esa respuesta que apuesta por ello. Solo en el après coup que suponga para el sujeto nuestro acto podrá ser sancionado como valioso en el camino de conocer su propio inconsciente. Un conocimiento que no será dado de una vez por todas, ya que el inconsciente seguirá en funcionamiento cuando se termine el análisis, sin embargo, gracias a esta experiencia contaremos con un mapa de uso singularísimo con el que orientarnos.
- Freud, S., “Lo inconsciente”, Obras completas, volumen XIV, Buenos Aires, Amorrortu, 1992, págs. 163 y ss.
- Lacan, J., El Seminario, libro 11: Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis, Buenos Aires, Paidós, 2007, pág. 38.
- Ibid., pág. 32.
- Ibid., pág. 32.
- Ibid., pág. 29-30.
- Freud, S., “Lo inconsciente”, op. cit., págs. 194-195.
- Ibid., pág. 195.