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PUBLICACIONES DE PSICOANÁLISIS DE ORIENTACIÓN LACANIANA

La larga y siempre inacabada lucha por llenar el vacío

Luis Seguí

Autor/a invitado/a de la Sección Clínica de Madrid (Nucep)

Departamento de Psicoanálisis y Pensamiento Contemporáneo.

En el ámbito psicoanalítico las referencias al arte se ciñen preferentemente al arte literario, a lo que remite directamente a la expresión escrita; en principio parece lógico en razón de la singular trascendencia de la inscripción de la letra en el inconsciente, y acaso también por la supuesta facilidad para acceder a los textos de referencia –en el original o traducidos-, en tanto que el acceso a otro tipo de obras ofrece más dificultades, está limitado por su carácter de pieza única depositada en sitios igualmente únicos, no importa cuántas imitaciones o reproducciones puedan eventualmente circular, o libros de Historia del Arte las citen. Y, sin embargo, en ellas la pulsión escópica puede desplegar todo su potencial.

La obra plástica padece esa limitación, digamos objetiva, y sin embargo no parece que podamos subestimar su influencia en la construcción de la subjetividad de nuestra época; en particular la emergencia de las vanguardias del siglo XX que merecen tal denominación , y también de las tendencias derivadas de los grandes movimientos. Las artes plásticas, en tanto se muestran, contribuyen a la construcción de la subjetividad y a la vez son el producto concentrado de los fenómenos en cuyo contexto se producen.

Si para Jaques Lacan el arte es uno de los modos de enfrentar y reorganizar el vacío, junto con la religión y la ciencia, interesa observar el contexto en el que surgieron las vanguardias, y su producto. Como bien ha señalado Massimo Recalcati, la religión se enfrenta al vacío negándolo, ofreciendo una respuesta en el más allá, en la vida eterna. La ciencia, por su parte, pretende llenar el vacío renegando de la imposibilidad, utilizando el objeto técnico y la solución a todos los problemas mediante sus descubrimientos suturando la hiancia, obturando el agujero, en suma, otorgando a todo un sentido tendente a desabonar al sujeto de la castración.

En l9l9 Sigmund Freud, en su artículo “Lo siniestro” -también traducido como “lo ominoso”-, escribió que “es muy raro que el psicoanalista se sienta proclive a indagaciones estéticas, por más que a la estética no se la circunscriba a la ciencia de lo bello, sino que se la designe como doctrina de las cualidades de nuestro sentir (…) Sin embargo aquí y allá sucede que (el psicoanalista) deba interesarse por un ámbito determinado de la estética, pero en tal caso suele tratarse de uno marginal, descuidado por la bibliografía especializada en la materia (…) Uno de ellos es lo ominoso”.

Después de reflexionar acerca del significado de lo heimlich, es decir lo familiar, lo conocido, lo cercano, y de lo unheimlich, lo desasosegante, lo angustioso, aquello que provoca horror, Freud concluye que lo ominoso es aquello que debiendo permanecer oculto, velado, se muestra, provocando en el sujeto la sensación de estar amenazado por un mal, sea éste real o meramente vivido como tal, en cuyo caso es igualmente real para el sujeto que lo padece. En la compulsión a la repetición y en la figura del doble sitúa Freud dos ejemplos especialmente significativos de  lo siniestro, y ambos remiten al ya convocado concepto de la ambivalencia. Al ejemplo freudiano de “El hombre de arena”, de Hoffmann, podría sumarse el relato de Henry James “Otra vuelta de tuerca”, “El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde”, de Robert Louis Stevenson y muchos más, pero ¿y en las artes plásticas?

En la pintura la presencia de lo siniestro admite múltiples ejemplos. No sólo está en muchas de las obras de Goya; el muy famoso retrato del papa Inocencio X que pintara Velásquez -del que un crítico comentó que observando la mirada del retratado se veía claramente que no creía en Dios- es una buena muestra de cómo una mirada puede transmitir una sensación ominosa. También el lienzo blanco –como el folio para el escritor- genera horror, aunque no sólo por el vacío: la tela está en realidad llena de toda la historia de la pintura, del Gran Otro que debe ser tachado para poder crear, y por eso para Lacan la Cosa es un concepto polisémico que expresa a veces el vacío y en ocasiones lo lleno (Recalcati).

Admitir que no todo es representable puede causar horror. La apertura al mundo -a la tierra- que reclamaba Heidegger como propio de la obra de arte, Hegel la congela en el pasado porque para él es en la historia del arte y en la historia de la religión donde se revela la verdad de los momentos intuitivo y representativo del espíritu absoluto: la muerte del arte queda salvada por su elevación al mundo del espíritu y al ámbito de la reflexión. Al introducir el concepto de sublimación como un  desvío de la pulsión, y no como un mero impulso sexual reprimido -con el consiguiente efecto de retorno-, Freud parece anticiparse a Lacan, cuando éste sostiene que el arte “eleva el objeto a la dignidad de la Cosa”.

Es claro que el camino para la explosión de las vanguardias nada más empezar el siglo XX, venía allanado por la revolución pictórica del último cuarto del XIX, pero es que, además, es preciso situarla en un momento en el que el mundo inició un ritmo vertiginoso de cambios. En l895 los hermanos Lumière habían proyectado en el Grand Café de París siete cortos, poniendo en movimiento las figuras que hasta entonces el daguerrotipo y la fotografía sólo podían captar en su inmovilidad; en l903 los hermanos Wrigth mostraron que un objeto más pesado que el aire podía mantenerse suspendido con el auxilio de un motor, y desplazarse por el espacio –por un tiempo muy limitado, entonces- con personas a bordo; en l905 Albert Einstein descubrió, con su teoría de la relatividad, los principios por los que la energía contenida en una masa podía ser liberada -la base para que alrededor de cuarenta años después se inaugurara la era atómica-, y por la misma época los automóviles empezaban a fabricarse en serie.

Si para la generalidad de los críticos la primera revolución pictórica del siglo XX estuvo representada por el fauvismo, con el estallido de colores puros tal y como salían del tubo de pintura, la exageración del dibujo con distorsiones de la perspectiva clásica y pinceladas amplias y separadas, esa experimentación caracterizada por la aplicación de empastes de pintura muy gruesa con supresión de los detalles, cuyos principales exponentes fueron Henri Matisse, Marquet y Derain, nunca se constituyó como un movimiento organizado ni se mostró interesado en obtener repercusión social como un colectivo. Su ruptura con la forma tradicional de representar el espacio y su voluntad de experimentación fueron heredadas poco después por el cubismo.

En cambio, el Manifiesto futurista lanzado en l907 por Filippo Marinetti se presentó -literalmente- como un programa de acción con un alcance que excedía el campo literario original, extendiéndose a las artes plásticas en l9l0 con el Manifiesto de los pintores suscrito por los artistas italianos Carlo Carrá, Umberto Boccioni y Luigi Russolo, y al que después se sumaron Giacomo Balla y Gino Severini. El futurismo se inspiraba en el afán de traducir el ritmo nuevo de la civilización moderna, la exaltación del culto a la máquina y al producto industrial, mediante una poética de las “palabras en libertad”, libres de nexos sintácticos y de toda puntuación, empleando fórmulas aritméticas, signos musicales y expresiones onomatopéyicas o imitativas. Y en la pintura, mediante la integración del movimiento de modo tal que el objeto se mueve ante el espectador, produciendo una impresión borrosa semejante a la de un objeto móvil captado por una cámara fotográfica. “Las sombras que nosotros pintaremos serán más luminosas que las de nuestros antecesores, y nuestros cuadros, comparados con los de los museos, refulgirán como un día cegador junto a la noche sombría”, decía el Manifiesto de los pintores, para quienes el cubismo no pasaba de ser más que un academicismo camuflado.

Independientemente de sus méritos artísticos, sin embargo, el futurismo, con su exaltación del objeto técnico y de la omnipotencia de la voluntad, bien podría considerarse como un precursor del discurso de la ciencia; en efecto, no hay vacío que no pueda ser llenado por el progreso civilizatorio encarnado en los descubrimientos que hacen del hombre un super-hombre ante la naturaleza, pero también ante los otros hombres que no estén a la altura. Abrevando en el anarco-individualismo y en el anti-clericalismo y ensalzando “el movimiento agresivo, el insomnio febril, el paso gimnástico el salto peligroso, la bofetada y el puñetazo”, el movimiento declaraba que “el esplendor del mundo se ha enriquecido con una nueva belleza: la belleza de la velocidad. Un automóvil de carrera (…) es más bello que la Victoria de Samotracia”, y al tiempo que certificaba la muerte del Tiempo y del Espacio anunciaba  que  “vivimos  en  el  absoluto,  puesto  que  hemos  creado  ya  la  eterna  velocidad omnipresente”.

“Queremos glorificar la guerra -única higiene del mundo-, el militarismo, el patriotismo, el gesto destructor de los anarquistas, las bellas Ideas que matan y el desprecio de la mujer”, decían en el Manifiesto, además de “… derribar los museos, las bibliotecas, atacar el moralismo, el feminismo y todas las cobardías oportunistas y utilitarias”. Los detritus ideológicos resultantes de la mezcla del anarquismo soreliano -el libro de Georges Sorel, “Reflexiones sobre la violencia”, era un texto de referencia- con el socialismo, y la visión generalizada de la guerra como matriz creadora, anticipaban el fascismo; de hecho, el futurismo fue absorbido en gran parte por el movimiento fundado por Benito Mussolini: el dinamismo y la velocidad que admiraban fue, en realidad, una huida hacia delante para encontrarse, finalmente, con el vacío.

El sesgo antiburgués caracterizó a todas las vanguardias en mayor o menor medida, y si en el futurismo era esencialmente reaccionario, en el dadaísmo –surgido en Suiza durante la primera Guerra Mundial-el rechazo hacia las costumbres tradicionales y los hábitos burgueses se exhibía como un movimiento provocador enfrentado a todos los convencionalismos. La célebre exposición de l9l5 en el Salón de Artistas Independientes de Nueva York, en la que Marcel Duchamp presentó el urinario con el título de “La fuente”, señaló el arranque de una serie de exposiciones y conferencias que se desarrollaban en salones y escenarios de cabarés durante las cuales se representaban textos absurdos, escandalizando con exabruptos e insultando al público. El movimiento se extinguió en l9l9, después de un violento altercado aprovechado por las autoridades para censurarlo, pero al margen  de sus aspectos histriónicos y escandalosos el dadaísmo –que al igual que el futurismo no estuvo originariamente volcado hacia la pintura- significó una verdadera revolución artística proponiendo la integración de arte y vida.

Tristán Tzara, Hugo Ball y Richard Hülsenbeck fundaron en Zurich el cabaré “Voltaire”, una mezcla de cuartel general y centro inspirador de un movimiento que rápidamente se extendió por las principales ciudades europeas; el elogio de la intuición y la libertad, la provocación como método para obligar a reflexionar sobre la esencia misma del arte y el proceso mental que lleva a valorar ciertos objetos como obras maestras, y poner de manifiesto que todas nuestras vivencias pueden ser convertidas en material estético, conducían a otorgar más importancia al gesto que a la obra en sí misma. Sin embargo, si bien irritante para la burguesía y pese a su mérito como higiene anticonvencional, el dadaísmo se agotó en la pura negatividad, en su provisionalidad antiprogramática, sin que fueran suficientes para perdurar los juegos de palabras sorprendentes y el redescubrimiento del valor autóctono de las palabras o la destrucción de la lógica sintáctica.

Las audaces innovaciones de los dadaístas, la adopción de procedimientos de otras tendencias que derivaban en obras a medio camino entre la pintura, el relieve y la escultura, un proceso en el que participaron en distintos momentos desde Picasso hasta Man Ray y Picabía, Paul Klee, De Chirico, Franz, y escritores como Paul Éluard y Louis Aragon, avanzaban en paralelo con el desarrollo del cubismo y fueron recogidas poco después por el surrealismo, en la medida en que éste intentó dar un fundamento a los valores intuitivos y a la libertad creativa que supuso el paso de la negatividad a la afirmación. En medio de lo que Borges definió como una guerra civil europea, cuyos resultados más espectaculares fueron el hundimiento de dos imperios, la reformulación del mapa continental y la emergencia de un poder bolchevique desafiante del capitalismo, los artistas persistían en la  búsqueda de un modo de representar lo irrepresentable.

Si la perspectiva inventada por los pintores del Renacimiento era un sistema convencional de representación del espacio que partía de la base de considerar la visión humana como fija, monocular e instantánea, el cubismo vino a decir lo que hoy parece obvio:que la visión humana es móvil, se realiza con los dos ojos y se desarrolla en el tiempo. Picasso, Braque, Juan Gris o Léger idearon un sistema representativo en el que los objetos aparecen contemplados desde diferentes puntos de vista, como desplegando sus diversas superficies que no pueden ser observadas simultáneamente si se elige un solo punto de vista fijo; este nuevo juego plástico, que se ha definido como lírico y conceptual a la vez, trata de presentar los objetos tal y como son concebidos por la mente y como existen en sí, y no como son vistos por la mirada convencional. ¿Un intento de llenar el vacío en  tres dimensiones sobre una superficie plana?

Difícilmente un movimiento artístico-literario como el surrealismo, surgido alrededor de la revista dadaísta “Littérature”, podía sustraerse a la influencia del psicoanálisis y de las doctrinas revolucionarias de la época. Así como el dadaísmo era tributario del anarquismo, el surrealismo se identificó con el materialismo marxista y el psicoanálisis. Cuando en l924 André Breton lanzó el Manifiesto proponiéndose “resolver las condiciones, en principio contradictorias, del sueño y la realidad, en una realidad absoluta, en una superrealidad”, explorando las posibilidades de expresarse sin preocuparse de hacer arte, sino mediante “un automatismo puramente psíquico dictado por el espíritu sin control alguno por parte de la razón ni de valoraciones estéticas o morales”, el psicoanálisis ya había obtenido carta de naturaleza y la teoría freudiana extendido por Europa y América, y el triunfo del bolchevismo en la URSS insuflaba un entusiasmo contagioso. Un antecedente inmediato fue la exposición que Max Ernst hizo en París en l92l: Breton instuyó inmediatamente que este hombre, con experiencia psiquiátrica y muy probablemente él mismo un psicótico, abría una vía en la que el surrealismo iba a profundizar. En l930, Breton escribe en el Segundo manifiesto surrealistaque “… la ideología del Surrealismo tiende simplemente a la total recuperación de nuestra fuerza psíquica por un medio que consiste en el vertiginoso descenso al interior de nosotros mismos, en la sistemática iluminación de zonas ocultas, y en el oscurecimiento progresivo de otras zonas; en el perpetuo pasear en plena zona prohibida”.

La exaltación de la irracionalidad y la tentativa de exorcizar al Gran Otro mediante el desafío de la razón, no podía sino conducir al movimiento surrealista a ser mirado primero con desconfianza, y después como enemigo, por un comunismo militante que ya apostaba por el “realismo socialista”, para no hablar del nacionalsocialismo, que poco más tarde organizaría la exposición de “arte degenerado”. El entusiasmo de entreguerras duró poco, y a comienzos de los años 30 muchos artistas plásticos, escritores y gentes del cine tuvieron que exiliarse de sus respectivos países para salvar la vida. En l908 el pintor Wilhem Worringer utilizó por primera vez la palabra expresionismo, que habría de definir un movimiento extendido a la literatura, el cine y la música, que buscaba -en contra de la escuela clásica y su intento de plasmar la realidad objetiva- mostrar las emociones subjetivas del artista. Mediante un tratamiento muy libre de las formas, tendiendo hacia la distorsión, la exageración y la fantasía, los expresionistas como Edvard Munich y James Ensor evolucionan desde el impresionismo empleando colores según sus cualidades expresivas, para sugerir al espectador el miedo, el horror o la emoción que derivan de una vivencia intensa. En l905 Kirchner, Ernst Ludwig, Erich Heckel, Karl Schmidt-Rottluf y Fritz Bleyl fundaron el grupo “El puente” (Die Brücke) en Dresde, y el movimiento se desarrolló extraordinariamente.

El expresionismo fue un movimiento esencialmente germano. Su estilo áspero y enérgico, sin concesiones al esteticismo, de pincelada rápida y amplia y colores puros y estridentes, reflejaba escenas de la vida urbana, traduciendo las contradicciones, la ansiedad y las frustraciones inherentes a la vida moderna y su virulento rechazo de las costumbres y vida burguesa. Los expresionistas tienen la visión pesimista, amarga, apocalíptica y nihilista de la realidad propia del carácter ominoso de la época; de ahí el recurso a la deformación y lo grotesco, lo estridente y lo misterioso que trasmiten sus obras. La fecundidad del expresionismo alentó la aparición de corrientes derivadas, como el grupo “El jinete azul” (Der Blaue Reiter), fundado por Wassily Kandinsky, Franz Marc y Auguste Macke en l9l2, la extensión austríaca representada por Egon Schiele, la rusa con Oskar Kokoschka, o la francesa con Georges Roualt y Chaim Soutine. Otra tendencia muy importante fue la surgida en Alemania bautizada como “Nueva objetividad” (Neve Sachlichkeit), muy dirigida a la crítica social y hacia un realismo más estricto, que encontró en Max Beckmmann, Otto Dix y George Grosz a sus representantes más destacados. Las primeras producciones cinematográficas de esta corriente se hicieron en Alemania alrededor de l920, y muy pronto sus principales protagonistas hubieron de escapar para salvar la vida; la deformación plástica de decorados, las innovaciones en luminotecnia y un estilo extremado de interpretación -muy propio, además, del cine mudo- intentaba aplicar en el cine las pautas sentadas por los pintores. De esa época son las obras maestras de Murnau, Robert Wiene o Fritz Lang: “El gabinete del doctor Caligari”, “Los Nibelungos”, “Nosferatu”, “Fausto” o la serie del doctor Mabuse.

Como una prefiguración del ascenso del fascismo y del nacionalsocialismo, el arte expresionista se enfrentaba al horror desde la imagen distorsionada de “El grito” o las figuras grotescas con las que Grosz ridiculizaba al militarismo y a lo que se llamaba entonces la plutocracia: pronto se abriría un paréntesis marcado por la opacidad creativa de las vanguardias, superadas por lo real de la guerra y de la muerte. En los Estados Unidos, Edward Hooper mostraba el vacío desde habitaciones desnudas, con personajes sin rostro y fondo de calles deshabitadas, gasolineras y centros comerciales; la sociedad que pugnaba para superar la Gran Depresión descrita por John Dos Passos en “Paralelo 42” o en “Manhattan Transfer”, y que Henry Miller definiría unos años más tarde como “una pesadilla de aire acondicionado”. Otros, desde el constructivismo, procuraban que la utopía de ingeniería social que se desarrollaba en la URSS encontrara su metáfora arquitectónica en el “Monumento a la Tercera Internacional”, que se proyectaba levantar en Moscú en l920, y que sería -para su inventor, Vladimir Tatlin- una “Torre Eiffel proletaria”; más deudora del futurismo de lo que le gustaría, la “Internacional Constructivista” fundada en l922 por Lissitzky y Van Doesburg proclamaba la importancia de la máquina en la arquitectura, introduciendo el elementalismo, filosofía de los elementos en los que descansa la estructura de una construcción, y enarbolando como programa la liquidación del orden burgués y sus expresiones artísticas, reemplazándolo por actividades directamente útiles a la sociedad.

El descubrimiento de Einstein que permitió liberar la energía -otra cosa era controlarla- hizo eclosión en l945 en Hiroshima y Nagasaki, confrontando al sujeto con la posibilidad real de su completa extinción; al mismo tiempo, Auschwitz parecía sustraer a la palabra cualquier posibilidad significante.

¿Podían el hongo atómico y las alambradas del campo lo más aproximado a una representación de la muerte, y al mismo tiempo el discurso de la ciencia en su estado puro? La desorientación que genera un estado de estupor generalizado deriva, de un lado, en “la sociedad opulenta”, y de otro en la imposibilidad de la figuración: Jackson Pollok inaugura el expresionismo abstracto y la imposibilidad de representar lo irrepresentable lo autodestruye; después vendrán Rothko y otros, y al final de los años 60 el conceptualismo nos dirá que la obra en su aspecto material carece de relevancia frente al concepto, la idea o el proceso artístico mismo, tal y como sostenía Marcel Duchamp cuando perseguía borrar la diferencia entre arte y vida. Las variantes de esta tendencia van desde la derivación del estilo dadaísta de provocación, pero haciendo intervenir al público, conocida como happening o performance; el land art, que altera elementos de la naturaleza mediante excavaciones, tiñendo las aguas de ríos o estanques, envolviendo diversas superficies; el arte povera que emplea materiales de deshecho –a veces directamente excrementicios- para escandalizar al público, o el ensamblaje o instalación que integra pintura y escultura en un todo espacial mezclando elementos sencillos. También el llamado body art, que utiliza el cuerpo humano como materia  de experimentación estética, es decir como objeto de inscripción significante, del que los tatuajes cubriendo la casi totalidad de la superficie corporal son un ejemplo, y en el extremo de la sevicia -involuntaria- nos ilustra del modo más siniestro el texto kafkiano “La colonia penitenciaria”. El hiperrealismo supone una reivindicación del realismo frente a la abstracción y el minimalismo del arte conceptual, una reacción contra el ensimismamiento retratando escenas de la vida cotidiana, trasfiriendo fotografías al lienzo, a veces con proyección de diapositivas sobre tela pintando    encima -en su variante de fotorealismo-, procurando que el original y la copia se asemejen. Es una tendencia de fuerte matiz irónico que incorpora los recursos de la tecnología, incluyendo ahora el aporte de la digitalización.

Otra variante es el arte cinético, que parte de la mecánica que estudia los sistemas desde el punto de vista de la longitud, el tiempo y la masa, basándose en el carácter cambiante de la obra en su movimiento aparente -virtual- o real, y que recoge las investigaciones que sobre la ilusión óptica y el movimiento realizara Víctor Vaserely, a las que llamó cientismo. Los principales exponentes del arte cinético como Le Parc, Sempere, Sobrino o Jesús Soto, se sirven de la electricidad como elemento motor, de la intervención del espectador o de la compensación gravitatoria, o mezclando estos recursos.

Evocaciones del vacío, la tenacidad en la búsqueda para dar forma a la Cosa, para intentar derrotar  la imposibilidad de representarlo todo, además de remitirnos a la sublimación nos habla, cómo no, del narcisismo y de la repetición; pero no se trata tanto de pintar siempre el mismo cuadro, sino más bien en insistir una y otra vez, incesantemente, para encontrar la sutura que consuele de la castración y de la melancolía.

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