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PUBLICACIONES DE PSICOANÁLISIS DE ORIENTACIÓN LACANIANA

Lo que resta del Padre

(Presentación del libro Patrimonio. Una historia verdadera,de Philip Roth (Editorial Seix Barral, Barcelona, 2004) en la Biblioteca de la Comunidad de Madrid de la ELP, el 22 de junio de 2005)

El Padre es un invento judío. La función del padre, la imago paterna como condensación de esa serie de instancias postuladas por el psicoanálisis (el ideal del yo, el superyo, el significante amo, el Nombre del Padre), es un invento judío. No existe nada semejante en la cultura egipcia y sumeria, de donde proviene el judaísmo, ni en ninguna de las religiones asiáticas. Todas ellas son religiones de la Madre. La religión del Padre, el carácter sagrado de la autoridad del Padre, el temor que inspira, pertenecen al judaísmo. En el siglo I después de Cristo, un tipo increíble llamado Pablo se quedó con la patente del invento y fundó una empresa internacional e inquebrantable.

La idea freudiana de explicar el monoteísmo como Vatersehensucht (nostalgia o añoranza del Padre) se comprende en el universo hebreo, donde la autoridad siempre recae en las figuras del pasado, y casi nunca remite al individuo actual. Mientras lo griegos alentaban la lucha individual para conseguir la autoridad en el presente, a los judíos no se les pasaba ni por la imaginación cuestionar la autoridad de Moisés.

Freud supuso la integración de ambas formas de pensamiento. A la tradición judía del Padre le  añadió la disputa y el desafío griegos, y reinventó al Padre mediante el Complejo de Edipo, síntesis  de lo hebreo y lo griego. Con Freud, el Padre será definitivamente cuestionado. Ningún autor secular ha producido un mayor efecto en la cultura que Freud con su mito de Tótem y Tabú, esa fabulosa amalgama del amor y el cuestionamiento del padre. A partir de Freud, la literatura sobre el padre nos muestra su imagen y su símbolo en permanente tensión.

En “El Rabino”, de Noah Gordon, el protagonista descubre a su padre haciendo el amor con su secretaria. El padre se justifica ante el hijo: “Eres un chiquillo. Eres un chiquillo y no debes juzgar. He sido un buen padre y un buen marido. Pero soy humano”. El hijo le responde: “Nunca intentes  decirme lo que debo hacer. Nunca más.”

Hoy tenemos este libro, una obra cumbre de la literatura contemporánea, de un autor considerado por la mayoría de los críticos el mejor escritor norteamericano vivo, y posiblemente uno de los más grandes en toda la vasta literatura de ese país. Un libro escrito con las entrañas, como lo hacen los autores sublimes, un libro que emociona doble o triplemente cuando se conoce algo del universo  judío que retrata, pero que a la vez alcanza un inmenso grado de universalidad, unafuerza empática queconmueve cada una de nuestras fibras. No necesitamos recorrer muchas páginas para distinguir la profunda “judeidad” de P. Roth, un autor agnóstico, que incluso ha sido criticado por su visión cuestionadora del judaísmo. En la página 16, tras regresar a su hotel con las radiografías del cerebro del padre, a quien acaban de diagnosticarle un tumor, escribe: “Estaba solo y no tenía por qué controlarme, de modo que -con las imágenes del cerebro de mi padre, fotografiado desde todos los ángulos, esparcidas sobre la cama del hotel- no hice ningún esfuerzo. Puede que el impacto no fuera tan grande como el que me habría producido tener el cerebro de mi padre en el cuenco de las manos, pero por ahí se andaba. Así como la voluntad de Dios brotó de una zarza ardiente, del mismo modo,  y con no menos milagro, Herman Roth había estado manando de aquel órgano bulboso durante muchos años. Acababa de ver el cerebro de mi padre: nada y todo me había sido revelado. El cerebro era un misterio al que poco faltaba para ser divino, incluso perteneciendo a un agente de seguros jubilado que no llegó a pasar del octavo grado…”La metáfora habla por sí misma: el padre, encarnación terrenal de la potencia divina, el padre del magnífico escritor, es un pobre judío de escasa instrucción, que escribe con una letra torpe. Si su sabiduría es modesta, su voluntad es sin embargo divina.

El cuenco de las manos, el cuenco de afeitar de porcelana que perteneció al abuelo Sender Roth y que en determinado momento es todo lo que Philip Roth ansía heredar de su padre, es el objeto a situado en corazón del relato, el vacío a cuyo alrededor se teje la trama simbólica con la que el ser hablante intenta vanamente protegerse de lo real.

El padre, su amor y su misterio, su poder y su muerte, son magistralmente explicados por Roth, quien es capaz de contribuir con una visión casi diría clínica a la sensibilidad de su poética, y así, en la página 37, nos expresa su modo de comprender el carácter inicial de presencia no revelada, de existencia latente que pertenece por estructura al padre, tal como el análisis lo demuestra: “Durante una temporada muy larga y muy impresionante, el varón que no está en casa en todo el día resulta más remoto y más mítico que la mujer tangible de hechicera eficacia y firmemente anclada -durante los decenios de mi juventud- a su olorosa cocina…”

Ese amor, ese amor que personalmente he creído distinguir incluso en un texto atroz como la Carta al Padre de Kafka, un amor que más allá de la singularidad del sujeto se alimenta de la estructura, no está exento de ambivalencia, y una vez más tenemos allí esa temática profundamente judía que impregnó al psicoanálisis: “Y porque la suya era una personalidad imperiosa, y porque muy en lo hondo de su ser había también una prehistórica veta de ignorancia total, ni siquiera se daba cuenta de lo inútiles, enloquecedoras e incluso, en ocasiones, crueles que podían resultar sus continuas admoniciones.” (pág. 79).

Pero lo que convierte a este libro en algo soberbio entre todo lo que se ha dicho y escrito sobre el tema, es que Roth, al hablarnos de su recorrido épico por el ocaso y la muerte del padre, nos entrega asimismo la dimensión del padre vivo, la figura enternecedora e insufrible de Herman Roth, un hombre de un coraje a toda prueba, alguien hecho de una sola pieza, que sin embargo se divide, se rompe en pedazos, y se vuelve a reunir consigo mismo, y así hasta llegar al fin de “esa carrera de obstáculos que es la vida”, sin ahorrarse nada, sin olvidar nada.

“Mi padre no era un padre cualquiera, era elpadre, con todo lo detestable y todo lo digno de amar que hay siempre en un padre” (pág. 179). Pero Herman Roth es también todos los padres.

El padre simbólico, como garante de la memoria, que recuerdacada uno de los nombres, nacimientos y muertes de todos los Roth: “Él me enseñó la lengua vernácula. Él era la lengua vernácula, despoética y expresiva y a bocajarro, con todas sus cegadoras limitaciones y su perdurable fuerza” (pág. 180).

El padre imaginario, fuente de rivalidad especular: Roth ayuda a su padre a bañarse, y escribe: “Le miré el pene. No creo que se lo hubiera vuelto a ver desde que era pequeño, y en aquella época me parecía enorme. Era correcto: grueso y robusto, la única parte de su cuerpo en que no se revelaba la vejez. Parecía en buen estado de funcionamiento. Más gordo que el mío, observé. “Mejor para él”, pensé. “Si ha servido para proporcionarles placer, a mi madre y a él, tanto mejor”. Me quedé mirándolo atentamente, como si hubiera sido la primera vez, esperando que se me presentasen los pensamientos. Pero no hubo ninguno más, excepto la recomendación que me hice de fijarlo en la memoria cuando él estuviera muerto. Quizá pudiera evitarse, así, que con el paso de los años mi padre se trocase en algo atenuado y etéreo. “Tengo que recordar con precisión”, me dije. “Tengo que recordarlo todo con precisión, para poder recrear en mi mente al padre que me creó, cuando él ya no esté.” No hay que olvidar nada”.

Pero también el padre real, el que encarna lo real de la vejez, esa humillación insoslayable: el padre que se caga encima. Hay que ser alguien muy especial, no sólo un escritor muy especial, un artista supremo como P. Roth, para escribir esas páginas en las que el orgullo del pobre Herman Roth se va patas abajo. Unas páginas, y permítanme el tono hiperbólico, dignas de figurar entre las más impresionantes que se hayan escrito jamás. Momento cumbre, instante de revelación, en la que la mierda del padre lo llena todo: el cuenco de las manos, el cuenco de afeitar, el vacío engendrado por lo simbólico, y en ese instante enmarcado por la angustia, el hijo descubre que en ese desecho inmundo, en ese resto, en ese “lo que resta del padre”, está el verdadero patrimonio, el auténtico legado del padre vivo: “Uno limpia la mierda de su padre porque no hay más remedio que limpiarla, pero después de haberla limpiado, todo lo que hay que sentir se siente como jamás se había sentido.

Tampoco era la primera ocasión en que comprendía esto: una vez puesto a un lado el asco e ignorada la náusea, una vez se arroja uno más allá de las fobias, fortificadas como tabúes, queda muchísima vida por apreciar. […] De modo que esto era el patrimonio. Y no porque limpiarlo simbolizara alguna otra cosa, sino precisamente porque no, porque no era sino la realidad vivida que era” (pág. 174). En efecto, no es del símbolo de lo que aquí se trata, sino de lo que queda, de lo que es, de ese real último al que toda historia finalmente se reduce.

Por supuesto, el padre se muere. Se muere como todos lo padres, enfrentándonos al acontecimiento que, según Freud, es el más significativo de la vida de un varón, la más tajante pérdida (“den einschneidesten Verlust im Leben eines Mannes”). Lo escribe en el prólogo a su segunda edición de “La interpretación de los Sueños”.

Herman Roth se muere, pero no acaba allí el libro. Esta obra extraordinaria, que lleva por subtítulo “Una historia verdadera”, porque no inventa nada, se limita a contar una historia verdadera, con todos los recursos que Dios o la Naturaleza le pueden dar a un escritor, pero que se mantiene todo el  tiempo en la dimensión de la realidad, acaba con un sueño, un sueño que Philip Roth tiene un tiempo antes de que su padre muera. No es un sueño de ficción. Es un sueño real. No voy a contarles la interpretación que Philip Roth hace de su propio sueño, una interpretación que debería hacernos sonrojar cada vez que se dice que en los Estados Unidos no hay psicoanálisis ni psicoanalistas. Simplemente quiero señalar que también eso sabe Philip Roth. Sabe, y lo sabe porque es poeta, porque es uno de los grandes genios de la literatura contemporánea, y también por haberse psicoanalizado muchos años, sabe, decía, que para hablar de ciertas cosas hay que cambiar de registro: “El sueño me decía que -ya no en mis libros ni en mi vida-, al menos en mis sueños yo seguiría siendo para siempre el hijo niño de mi padre, con la conciencia de un hijo niño, y que él seguiría vivo no sólo como padre mío, sino como padre, en permanente juicio de todas mis  acciones”.

Para decir algo de ese padre, cuando el padre hapasado al inconsciente, seguramente sirve mucho más un sueño que ninguna otra cosa.

Sin olvidar, por supuesto, lo que el psicoanálisis nos enseña: un sueño sólo existe si alguien lo cuenta.

Y hay que saber contarlo.

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