Habitualmente entendemos por asuntos de familia los asuntos de un orden íntimo, referidos al territorio de la vida privada de las persona. Entendemos que a estos asuntos el psicoanálisis conceda un lugar privilegiado tanto en la experiencia clínica como en la reflexión teórica, porque, globalmente, los asuntos de familia son los asuntos de la subjetividad. Más aún, debemos estudiar los asuntos familiares y subjetivos tal y como se presentan actualmente, teniendo en consideración el socavamiento pertinaz del orden de lo íntimo como uno de los efectos de la mutación de la civilización a la que estamos asistiendo.
Disponemos actualmente de una perspectiva más ajustada de las transmutaciones que ha sufrido la subjetividad en Occidente, lo que nos permite aseverar que los asuntos de la familia y la subjetividad, se presentan en una estrecha dependencia.
En su texto Los complejos familiares, publicado en 1938, Lacan apunta la hipótesis de que la propia existencia del psicoanálisis está relacionada con la crisis psicológica de la familia, correlativa de la declinación de la imago paterna: “Es posible que el sublime azar del genio no explique por sí solo que haya sido en Viena –centro entonces de un estado que era el melting-pot de las formas familiares más diversas, desde las más arcaicas hasta las más evolucionadas, desde los últimos agrupamientos agnáticos de los campesinos eslavos hasta las formas más reducidas del hogar pequeño burgués y hasta las formas más decadentes de la familia inestable, pasando por los paternalismos feudales y mercantiles –el lugar en el que un hijo del patriarcado judío imaginó el complejo de Edipo.” Y, seguidamente a este pasaje, se refiere a la estrecha dependencia del carácter de las neurosis contemporáneas con las condiciones de la familia, fundamentalmente, con la personalidad del padre, “carente siempre de algún modo, ausente, humillada, dividida o postiza.”
Sin embargo Lacan afirma, tranquilamente, que “no somos de aquéllos que lamentan un supuesto debilitamiento del vínculo familiar.” Lo que sí le parece esencial es el mantenimiento de una relación en el marco de lo que en ese texto denomina, siguiendo a Durkheim, “familia conyugal” a lo que en definitiva se ha reducido la familia en las sociedades avanzadas. Si la familia es un hecho cultural y por lo tanto sujeto a variaciones históricas, existe sin embargo un irreductible, la función de la pareja parental, como el nudo que asegura al sujeto haber nacido en un deseo que no sea anónimo. La búsqueda desesperada de los verdaderos orígenes que testimonian las personas que viven gracias al auxilio de la ciencia no hacen sino confirmar la importancia psíquica de ese lazo estructurante entre un deseo y una nominación, que demuestra una incidencia real en la subjetividad, algo que va más allá de lo cultural.
En su precioso libro Fenêtre, Gerard Wacjman lleva a cabo un estudio sorprendente acerca del origen de la ventana como elemento arquitectural en el marco del Renacimiento italiano. No es que la ventana no existiera anteriormente, pero su valor y su ubicación en los muros era muy distinta, antes estaba destinada a permitir la entrada de la luz. A partir de los estudios sobre el cuadro de Alberti, Wacjman demuestra cómo se produce un desplazamiento desde la ventana que aparece primero en la pintura al agujero en el muro arquitectónico, en un segundo momento. Se inventa la ventana para mirar que acarrea importantísimas consecuencias: el nacimiento del yo moderno, de la subjetividad y de las ventanas sobre la calle. Más aún, radicalmente, se trata de prestar la estructura de la ventana a la subjetividad psicológica. Antes la ventana representaba la entrada de la luz y de la mirada de Dios. El giro que conlleva el surgimiento de la modernidad responde a la misma lógica que el advenimiento del sujeto a partir del nacimiento: antes de poder construir nuestro marco desde el cual inventar nuestro cuadro, hemos formado parte del cuadro del Otro, de nuestros padres, de nuestros próximos. Antes de conseguir diseñar nuestro espacio hemos sido incluidos o expulsados del espacio del Otro. O, lo que es lo mismo, antes de hablar hemos sido hablados por los otros, hemos formado parte de sus asuntos. Así como el niño inventa sus estrategias para separarse de la mirada, del cuadro y del espacio del Otro, el sujeto moderno pudo separarse del Dios omnivoyeur con la invención de la ventana.
La ventana renacentista adquiere así dos importantes funciones, por un lado, cerrarse a la mirada gracias a las persianas, a los postigos. Por otro, abrirse al mundo desde un punto de vista particular obtenido gracias a la posibilidad de poder ocultarse, gracias a la conquista del secreto. Precisamente en las sombras se sitúa la condición de posibilidad de la subjetividad, porque gracias a ellas se
consigue no ser transparente al Otro. Aunque también tendrá como consecuencia la propia ignorancia, porque el sujeto no puede ver el lugar desde el que mira.
Freud estudió la importancia de las mentiras infantiles como los primeros ensayos de escondite simbólico. Gracias al engaño de la palabra el niño lleva a cabo un paso importante en el acceso a su autonomía, en favor de un deseo propio, que el adulto puede ignorar. Lacan, por su parte, explicó la trascendencia que tiene la función de la imagen como velo, como aquello que permite ocultarse y engañar el deseo del Otro.
Gracias a la función de la ventana se accede, en el Renacimiento, a la dimensión de lo íntimo. Lo íntimo tiene un alcance mayor que lo privado, que hasta entonces sólo se refería a la propiedad. Porque en lo íntimo anida la subjetividad, al cultivo de los propios fantasmas, de las propias ideas, del propio goce. En esa época surge también la estancia separada del dormitorio con la que la sexualidad queda detrás de la puerta. Gracias a la ventana es posible “estar en casa”, sin el Otro, pero, a la vez, pudiendo abrirla para ver. A partir de entonces el voyeur es el sujeto. La invención de la ventana es considerada por Wacjman un acto, tiene como consecuencia la emergencia de un nuevo sujeto, el espectador. También con la ventana despunta la subjetividad del artista como aquél que produce cosas para el goce de ver. De hecho es en la pintura donde se realiza ese pasaje, particularmente con los desnudos femeninos.
El psicoanálisis se ubica en esa tradición, como la experiencia íntima que se lleva a cabo entre cuatro paredes, fuera del alcance de testigos y curiosos, merced a la cual el analizante puede acceder a otro punto de vista, distinto que el del marco de su perspectiva yoica, fantasmática. Así puede acercarse y centrar su mirada sobre lo éxtimo, lo más opaco de su subjetividad, pudiendo enlazar lo más íntimo del goce con lo social de su uso en una nueva alianza que no requiera desmesurados sacrificios y síntomas. La operación analítica responde a la ética propia del psicoanálisis, y por ello se trata de que incluso lo más abyecto de los fantasmas humanos encuentren la posibilidad de decirse para hacer posible que el sujeto deje de estar capturado por ellos, en muchas ocasiones inhibido, angustiado ante el poder de sus imágenes. Así se va tejiendo un velo sobre el goce porque el goce no es otra cosa que obscenidad, y el problema de la obscenidad es que no tiene salida, es repetitiva, pobre y aburrida. Es la antítesis de la poesía y el malentendido.
Quizás es lo que ha aprendido Pedro Almodóvar en su anteúltima película, La mala educación y por ello no es casual el título de la última, Volver, en la que encontramos un alegato en contra de los reality shows, un elogio a la reserva que requieren los asuntos de familia, incluso un personaje cuya clave radica en mantenerse escondido.
Podríamos preguntarnos ¿por qué se ventilan con tanta ligereza los asuntos de familia? El contraste con la época de Freud es evidente. El estado de la civilización en aquella época provocaba una pugna entre la demanda de satisfacción de las pulsiones y su renuncia. En cambio, en nuestros tiempos las éticas de renuncia han perimido a favor de una permisividad creciente con su correspondiente empuje a la legalización que encuentra ya pocos límites, entre adultos sólo es un problema de contrato. El axioma lacaniano lo que está permitido se convierte en obligatorio demuestra ser una gran verdad sobretodo en lo relativo a la sexualidad. Aunque, como lo apuntaba también Lacan, la hipersexualidad de ahora es sólo un asunto publicitario, un buen negocio cuyas cuotas de violencia y sexo alcanzan el paroxismo sin que haya mejorado el malestar en las personas. Más bien todo lo contrario, se ve agudizado por ofertas de goce imposibles de adquirir, imposibles de obtener.
Nos encontramos ante la carencia de significantes ideales que permitan leer y regular las conductas y siendo así, ¿dónde situar la verdad?. Cómo responder a los niños que preguntan para qué sirve trabajar, estudiar, la frontera entre lo humano y lo inhumano tiende a borrarse precisamente debido a esta ausencia de significantes amos. Los escritores Jelinek y Coetzee exploran esta espesa niebla en sus descarriados personajes, no son rostros de la desesperación, ni de nihilismo, ni del desencanto. Paradójicamente ciertos saberes implementados en la educación se vuelven más y más feroces e intolerantes, la pedagogía y la psicología cognitivo conductual. Liberados de toda exigencia ética, regidos por un ideal cientificista de eficiencia y “normalidad” los adalides de esta psicología embrutecida cuentan con fondos exorbitantes para llevar a cabo sus “investigaciones” y sus prácticas perniciosas. También han acampado en los medios como lo demuestra el programa Supernanny, cuyo nivel de audiencia sólo se explica porque cae en un campo abonado, el de la extrema sugestionabilidad de unos padres desconcertados y temerosos. Se trata de conseguir una domesticación lisa y llanamente, con “entrenamientos” que eliminan cualquier subjetividad como la de
una madre angustiada que lloraba por no poder poner límites a su pequeña hija. Técnicas de amaestramiento, de adiestramiento que ofrecen los significantes amos con un efecto tanto más feroz y superyoico cuanto más débil es el sujeto y más desamparado se encuentra ante sus crecientes poderes de discriminación y segregación. La renuncia explícita de esta psicología a la función de la causalidad psíquica revela a qué inconfesables intereses pueden servir unas prácticas que valoran “destreza”, “habilidad”, con valores de optimización y gestión, que se plasman cuando se trata de técnicas terapéuticas, en procesos de desensibilización.
Ante el avance de estas prácticas abominables debemos fortalecer nuestro movimiento de resistencia. No queremos doblegarnos a sus oscuros y arteros intereses, a la ferocidad con la que dirimen diagnósticos y determinan los asuntos y a veces los destinos de ciertas familias, cuando desgraciadamente caen en las temibles redes de la evaluación. Hemos visto casos desgraciados de maltrato en los que hubiera sido esencial un alejamiento familiar, algunos de estos técnicos empeñarse en un familiarismo delirante en perjuicio absoluto del menor. O producir una ruptura familiar en un grupo inmigrante con acusación de malos tratos, en el seno de un grupo con relativa tolerancia cultural al castigo físico.
Queremos que los asuntos de familia puedan alojarse en un discurso responsable, más allá de cuales sean sus caracteres, ya sean tradicionales, multidivorciadas, monoparentales, homosexuales, inmigrantes.
Queremos que haya nuevamente personas mayores, responsables de su goce que acepten la disimetría saludable del adulto y el niño.
Queremos que estos adultos no dejen a los menores a la deriva de un goce mortificante. Porque sólo de esta manera nuestras acciones alcanzan su dignidad.
Vilma Coccoz