No en balde dicen que mi propio discurso l participa del barroco (Jacques Lacan)
La imagen del cuerpo en la enseñanza de Lacan: el espejo, el velo, el cuadro
Que Jacques Lacan percibiera la necesidad de esclarecer la especificidad de la dimensión del cuerpo en el ser hablante lo demuestra su primera contribución al psicoanálisis, el célebre Estadio del espejo. En este ensayo Lacan propone una novedosa lectura del narcisismo freudiano a partir del valor formador de las imágenes, elaborada en una tensión genial entre los aportes de la etología y la teoría del reconocimiento de Hegel. La dimensión propiamente humana del deseo de reconocimiento fue concebida por el filósofo de Jena como un estadio superior al registro de las necesidades. Gracias a la dialéctica entre las figuras del amo y el esclavo, Hegel expone el modo en que se ejerce la humana contienda por el prestigio en la que el deseo se humaniza en la relación al otro. Por otra parte, el valor formador de la imagen del semejante en ciertas especies animales así como la función del señuelo en las conductas de lucha o pavoneo sexual, le proporcionó a Lacan una base sólida en la que insertar su demostración acerca del carácter particular de la captura especular en las identificaciones formadoras de la función del yo, en su doble vertiente, especular y social. Es decir, como gestalt del propio cuerpo y como asiento del lazo a los otros.
Con esta esencial aportación fue posible despejar la dialéctica pero también la inercia propia del registro imaginario. Gran parte de los sufrimientos de las neurosis y las psicosis perdieron su carácter enigmático una vez admitido el componente libidinal de la imagen narcisista, que engrendra la pasión y ejerce la opresión. Tanto los fenómenos de atracción erótica como los de tensión agresiva anidan en la captación que opera la imago en el sujeto.
La segunda gran contribución lacaniana al estudio del atractivo que las imágenes ejercen en el ser hablante ha sido bautizada por Jacques-Alain Miller con el nombre de Estadio del velo . En él se lleva a cabo una revisión del estadio especular en la medida en que se descubre una articulación de la imagen narcisista con el deseo del Otro. Desde la apreciación de los juegos infantiles de exhibición y prestancia, incluso el simple juego del cu-cu, pasando por el estudio del fetichismo, hasta el análisis de la mascarada femenina vendrían a demostrar que la imagen adquiere un valor libidinal en función del deseo cuya lógica depende del orden simbólico. El objeto aparece bajo el signo de la ausencia. Puesto que en lo real nada falta, la ausencia sólo puede ser simbólica. La función del velo se revela como el soporte de las imágenes que capturan el deseo y cuyo valor de seducción radica en su capacidad para cubrir la falta. Al revelarse la complicidad entre el objeto y la nada, se descubre la articulación de lo simbólico y lo imaginario. En este estadio el espejo se convierte en un velo y, merced a esta operación, lo visible se anuda a lo invisible.
En un tercer momento, y a partir del estudio de la función del cuadro, Lacan despeja la lógica con la que se organiza la realidad desde la perspectiva de la pulsión escópica: más allá de la visión, el sujeto mira y, a la vez, es mirado. La articulación de estas dos dimensiones, sin ser reversible ni armónica, permite establecer una equivalencia entre la estructura de la ventana, concebida como borde o marco simbólico del fantasma, y el marco del cuadro. En su precioso libro Fenêtre, Gérard Wajcman trabaja sobre una hipótesis derivada de dicha equivalencia según la cual la subjetividad moderna está estructurada como una ventana. La ventana rectangular irrumpe en la arquitectura tiempo después de la creación del cuadro en la pintura del Renacimiento, en el momento en el que “el ojo pasa a tener mayor importancia que la oreja como medio privilegiado para conocer el mundo”. Tuvo lugar un profundo cambio en las condiciones del gusto que Daniel Arasse califica de “erotización de la mirada”. En una sutil lectura del tratado De pictura de Alberti, Wacjman demuestra que la representación del mundo que se organiza a partir de este cambio de las condiciones del goce acaecido en el Cuatroccento italiano, no es otra cosa que una ficción, una versión, una historia. El sujeto consigue apropiarse de la mirada, que pasa entonces del Cielo a la Tierra. Pero este acto sólo puede tener lugar a partir del establecimiento de un límite, un borde por el cual se elide la mirada del Otro a la vez que abre la ventana de la propia. Siendo el cuadro indisociable de la perspectiva geometral, el formato se humaniza. Y el mundo de la representación queda, por lo tanto, indisolublemente ligado a la potencia irresistible de la forma del cuerpo .
Los dichos sobre el cuerpo en el Seminario XX
Otra sustancial aportación a los estudios sobre el cuerpo en el psicoanálisis está contenida en el Seminario Aún, que constituye un giro en la enseñanza de Lacan en torno al parlêtre, al ser hablante. Presenta la dimensión del cuerpo como una amalgama de palabra y goce: “el inconsciente no es que el ser piense (…) es que el ser, hablando, goce y no quiera saber nada más.” La realidad del parlêtre se conjuga con la imposibilidad de escritura de una relación entre los sexos por lo que el orden de la satisfacción resulta problemático. Podemos preguntarnos entonces ¿Qué alcance tienen los dichos sobre el cuerpo sobre el goce del cuerpo? Lacan ordena un repertorio variopinto de los dichos o pensamientos sobre el cuerpo que se han elaborado en el curso de los tiempos. Con un fin, el de conseguir señalar cuáles de tales dichos se ajustan a la verdad de la estructura, los que aportan una dit-mension, una residencia simbólica habitable en la que el sujeto pueda alojarse, conquistar un modo de ser y satisfacerse en él. A partir de un juego con la homofonía del término francés dimension, los agrupa según alcancen o no a constituir una dit-mension (residencia del dicho) . En primer lugar, reúne en una misma tradición el conductismo con la ciencia tradicional derivada de la concepción aristotélica y la califica de dit-manche, dicho del mango. Resume así todas las versiones sobre el Uno, las ideas de que el pensamiento puede ser el amo, puede tener la sartén por el mango en la relación con el cuerpo.
En segundo lugar, la ciencia moderna, la física (no cuántica) que se ocupa de medir la energía. A partir del principio de homeostasis, deducido de la inercia del lenguaje, se intentan reducir los afectos que la palabra provoca a cifras constantes –aunque ciertamente arbitrarias- de transmisión de la energía. Esta esperanza ha derivado peligrosamente en una creciente biologización de la conducta. Con sus prometedoras píldoras de la felicidad, los “científicos” amenazan la existencia misma de la subjetividad. En tercer lugar, Lacan no olvida lo que aportan las sabidurías orientales como doctrinas de salvación. Sugiere que, en la medida en que no afrontan el problema de la verdad [del goce], tanto el taoísmo como el budismo requieren de una renuncia, de una castración, para reunir el pensamiento y el goce, para conseguir estar bien. El tao, en lo netamente sexual; el budismo, abdicando del pensamiento.
A partir de esta plataforma traza una sutil distinción entre dos dit-mensiones, dos casas del ser, la que ofrece la religión y la que aporta, discretamente, el discurso analítico. Y en este contexto despliega su concepción del barroco, cuyas representaciones han dado lugar a lo que califica de dit-mension de la obscenidad, un hábitat de “formas torturadas”.
Lacan define el barroco como el escaparate del gran proyecto político de la Contrarreforma, acordado en el Concilio de Trento en 1563. En esa fecha la Iglesia acomete la reconquista destinada a la recuperación de las almas perdidas, a la interiorización del sentimiento religioso con el diseño de un programa iconográfico. Gracias a éste se accedería a la plasmación real de la implicación entre el arte y la vida por la cual, cada acto, cada obra, podía contribuir ad maiorem Dei Gloriam. La arquitectura de los templos, el plan urbanístico de las ciudades, la pintura y la escultura, estarían animados por el principio de delectare e movere“ La contrarreforma era regresar a las fuentes [del cristianismo] y el barroco es su oropel ”. Esta exhortación a expresar por medio de imágenes los dogmas y verdades de la fe con la intención de persuadir a los fieles motivó que la jerarquía eclesiástica manifestara un fuerte aprecio por las pinturas de Caravaggio, cuya estela se extendería en toda Europa, especialmente en la pintura española. Por su parte, se conocía a Bernini como el artista que lograba esculpir las emociones.
La arquitectura debía favorecer la puesta en escena de la liturgia, favoreciendo la conmoción de los sentidos en los distintos momentos de la misa. Hasta el diseño de las calles debían regirse por la necesidad de favorecer las procesiones para conseguir acentuar el carácter de espectáculo de la liturgia.
La época barroca
El interés y la reflexión acerca de las transformaciones de la civilización occidental que tuvieron lugar en dicha época ha sido constante en la enseñanza de Lacan, preocupado por cernir las condiciones que hicieron posible la emergencia del psicoanálisis y aquéllas de las que depende su práctica efectiva. Leemos en el Seminario de La ética del psicoanálisis: “No reconocer la filiación o la paternidad cultural que hay entre Freud y cierto vuelco del pensamiento, manifiesto en ese punto de fractura que se sitúa hacia el comienzo del siglo XVI, pero que prolonga poderosamente sus ondas hacia el final del siglo XVII, equivale a desconocer totalmente a qué tipo de problemas se dirige la interrogación freudiana.”
En distintos momentos del Seminario VII se refiere a estos dos siglos que fueron testigos de la multiplicidad de consecuencias que produjo la llamada muerte de Dios, una operación simbólica con una incidencia directa en el saber y la verdad, que pasa, de ser verdad revelada, a los requerimientos de la demostración. Pero Lacan se refiere también a otro vuelco, acaecido en el campo del goce a “un punto de vuelco del erotismo europeo y, a la vez, civilizado […que dio lugar a] la promoción del objeto idealizado”. También afirma que el vuelco freudiano tiene sus raíces culturales en las transformaciones en el orden del saber y del goce que dieron lugar al surgimiento de la modernidad. Freud habría podido concluir la conmoción iniciada entonces en el pensamiento teológico respecto a la imagen del mundo, “enviándola allí donde debe estar, a su lugar, a nuestro cuerpo. ” Simbólico se completa con diabólico, afirma en esa misma lección de La Etica.
Ahora bien, muchos son los estudiosos de que han reflexionado sobre el barroco en el campo de la creación artística. ¿cuál es la singularidad del aporte lacaniano? Antes de responder a esta pregunta recordemos algunas de las consideraciones de otros autores. George Steiner dice, a propósito de la encarnación y la eucaristía, que ningún otro acontecimiento de nuestra historia mental ha condicionado no sólo el desarrollo del arte occidental sino también, “y en un nivel más profundo, nuestra comprensión y recepción de la verdad del arte; una verdad contraria a la condena platónica de la ficción .” Ni los artistas que más decididamente intentaron liberarse de esta influencia, han podido sustraerse al poder de los signos cristianos . Tampoco las contrasemánticas del siglo XX, que pretendieron despojar los signos de un significado estable, han podido implementar estrategias diferentes a las que elaboró, en su momento, la teología negativa. Según Steiner ningún parámetro temporal queda indemne en esta concepción que propone un Dios formando parte de la historia humana y, a la vez, una eternidad verdadera para el alma. Sostiene que una “revolución de la sensibilidad” tiene lugar en torno a los conceptos de Dios-hombre encarnado y de su transustanciación en el misterio de la eucaristía. “Tras Cristo, la percepción occidental de la carne y de la espiritualidad metamórfica de la materia cambia.” Por lo que el cuerpo y el rostro humanos dejan de percibirse “como creados a imagen y semejanza de Dios” y pasan a serlo “como imagen del radiante y torturado Hijo. ”
Esta idea de una cohabitación entre el esplendor y la abyección en los valores visuales de la representación occidental está presente también en el ensayo El cuerpo, la Iglesia y lo sagrado de Jacques Gélis. Según este autor “el discurso cristiano sobre el cuerpo y las imágenes que suscita tienen un carácter pendular, hay un doble movimiento de ennoblecimiento y de desprecio del cuerpo.” El Cristo de la Pasión como centro del mensaje cristiano de salvación, aparece en la iconografía postridentina como “Ecce Homo”, “Cristo ultrajado”, “Cristo en la columna”, “Cristo de piedad”, “Hombre de los dolores.”
La aparición de la imprenta favoreció la difusión de la veneración por “la herida del costado”, “el culto de las cinco llagas, inseparable de la crucifixión” y la devoción por las arma Christi, por “los instrumentos de la Pasión.” Según Gélis estas representaciones no pretenden reflejar la verdad histórica sino despertar las sensibilidades religiosas […] no hacen falta palabras, el mensaje se transmite a través de la mirada.” Incluso el tema del Niño Jesús tal como se presenta en el siglo XVII no pone de relieve los encantos de la infancia sino que está destinado a anunciar la humillación que sufrirá más tarde. El Niño Jesús dormido con el brazo apoyado en una calavera se relaciona con las vanidades por acompañarse habitualmente con el texto “Hoy soy yo y mañana serás tú”. El sueño es, pues, un preludio de su muerte, desempeña el papel de un memento mori, lema típicamente barroco. Dado que ya en esas fechas las ocasiones para atravesar el llamado “martirio rojo” habían disminuido, la identificación con Cristo da lugar al “martirio blanco”, autoinfligido, sin vacilaciones ante tormentos y sufrimientos. La causa de la mortificación no es el otro (infiel, hereje) como en el tiempo corto del suplicio público, sino que toma la forma moderna de un calvario vital provocada por los propios sujetos. La traducción corporal del sufrimiento de Cristo, su in-corporación dio lugar a través de todo tipo de martirios, a las nuevas formas de santidad. Las órdenes religiosas fueron fundamentales en la transmisión del carácter ejemplar del despedazamiento del cuerpo de los santos.
4) La historia del cuerpo de un hombre
Retomando la pregunta anteriormente planteada acerca del aporte singular que añade Lacan a los estudios sobre el barroco, diremos que dicha contribución parte de la verdad de la estructura, en términos del último paradigma de su enseñanza cuyo axioma es la inexistencia de la relación sexual. El barroco es “la historieta o el anecdotario de Cristo.” El relato, la historia del cuerpo de un hombre que sufre no para su salvación personal, versión que conserva incluso Gélis, sino para salvar a Dios, para salvar al Otro, al precio de su asesinato. La doctrina se refiere a “la encarnación de Dios en un cuerpo y supone en verdad que la pasión sufrida en esta persona haya sido el goce de otra ”. Debemos subrayar el término de “suposición” en este pasaje, porque allí tiene sus raíces una versión del deseo del Otro, anzuelo eficaz, como se ha demostrado.
En el lugar de la ausencia del pensamiento, del “alma de la copulación” (siendo el alma los pensamientos sobre el cuerpo), de la relación sexual que no puede escribirse, la doctrina cristiana ha promovido otros goces. Cristo, vale por su cuerpo, no hay ninguna mención de su alma. Su cuerpo vale como “intermediario para otro goce”.
En el momento de la Eucaristía, su presencia es incorporación, goce oral con el cual su esposa, la Iglesia, se contenta muy bien sin tener que esperar nada de una copulación . El acento irónico de esta formulación lacaniana resuena con la obra de Baltasar Gracián, El Comulgatorio en donde puede leerse este pasaje: “Hoy me como el sabroso corazón del corderito de Dios, otro día sus manos y pies llagados, que aunque lo comes todo, hoy con especial apetito, aquella cabeza espinada, y mañana aquel corazón abierto…”
Las representaciones del cuerpo en el arte barroco constituyen una “exhibición de los cuerpos que evocan el goce.” Sin embargo, se constata que en dichas representaciones la copulación está excluida. De allí que su alcance deba medirse no sólo por los símbolos (Gélis) presentes sino por el que falta, y desde el cual los otros toman su fuerza: “Tan ausente está de la representación como de la realidad a la que sin embargo sustenta con los fantasmas de los que está constituida ”. No es casual, por lo tanto, que no aparezca la mencionada representación de la cópula en medio de tanta “orgía” y en esto se demuestra por qué es la “verdadera religión”. Si, como decíamos antes, la realidad es el fantasma , la estructura religiosa de la realidad es fantasmática por suplir la relación sexual que no existe y de allí su efecto de verdad. La revelación cristiana provocó un profundo cambio en la relación al goce que habría alcanzado el summun durante el imperio romano. Por medio de la revelación cristiana el goce fue arrojado a la abyección. Por lo tanto, “volver a las fuentes” significa entonces que, en la Contrarreforma, el cristianismo, gracias a las imágenes barrocas, renueva el poder de los dichos con los cuales “inundó eso que llaman mundo restituyéndolo a su verdad de inmundicia ”.
“La escopia corporal”
Sólo el cristianismo y el psicoanálisis son nombrados por Lacan como dichomansiones. El primero elabora una dit-mension de la verdad y la exalta. El barroco, ese “río de representaciones de mártires que se desmorona, deleita, delira ” toma entonces la forma de “obscenidad exaltada”. El psicoanálisis opera con la verdad para reducirla, para ponerla en su lugar, para ceñir el goce a una dit-mension del cuerpo topológica. Esta permite captar que, más allá del espejo, más allá de la pantalla, del velo de la representación, comanda lo real, el goce pulsional que suple a inexistencia de la relación sexual. La definición lacaniana del barroco como “regulación del alma por la escopia corporal” implica tal topología, sugiere la importancia decisiva que tuvo la irrupción en lo real de las imágenes de cuerpos martirizados en el modo de gozar de la verdad religiosa. La operación del barroco consiguió invertir los términos del pensamiento del mango: las imágenes dolientes adquieren la función de escopia corporal, regulando el pensamiento en una determinada orientación del ser y por tanto, de su modo de satisfacción. El alma, el conjunto de los pensamientos sobre el cuerpo, ya no es el amo, depende de un objeto (la escopia corporal). El alma del creyente queda lastrada por el goce escópico, por el deleite, el goce de las representaciones de mártires. Por eso Lacan añade que “las representaciones mismas son mártires”, son “testigos de un sufrimiento más o menos puro ” Y por este razón no es tan sencillo vaciarlas de su sentido de goce como percibe Steiner. Según el cristianismo la vida de la especie humana debe mantenerse por los siglos de los siglos en la desgracia (malheur) que afecta al goce y que adquiere, por lo tanto, el valor de una verdad universal. Lacan revela allí la operación de reducción (al fantasma: la reunión el objeto a y el sujeto tachado). Jugando con el equívoco de la palabra humana (humaine) y humor malsano (humeur malsaine), extrae la función de un resto. Con esta nota divertida alude a la función de ese resto como causa de la vida, causa del deseo, fundada en la hiancia de la sexualidad en el ser hablante.
Esta operación de reducción lógica no quiere decir que la economía del goce pueda atraparse con facilidad. Lacan no descansó hasta proponer una vía que, en el psicoanálisis, pudiera ofrecer una alternativa “no religiosa” a la dimensión humana del goce del cuerpo y de la ausencia de relación sexual.
El psicoanálisis ofrece al sujeto una nueva alianza con el cuerpo a partir de operar con la verdad de estructura, a la coloca en su lugar, sin desquiciarla . Como ciencia de lo particular, apuesta por adecuar la lógica de la vida al saber sobre la ausencia de la relación sexual, de tal modo que, contingentemente, se consigue que dicho saber obtenga alguna incidencia en lo real de la relación entre los sexos (“que cada uno logre hacerle el amor a su cada una”).
El accionismo vienés
Así se conoce uno de los movimientos más sorprendentes del arte del siglo XX que surge en la Viena de los años sesenta, considerado por muchos como la piedra angular del body-art.
El artista que inició esta tendencia radical, conocida como estética negativa, Günter Brus, pretendía la ruptura con la representación, como un intento extremo de alcanzar una verdad del arte, supuestamente amordazada por la identidad engañosa construida en el espejo. Su objetivo era el fin del arte como contemplación, como reflexión, como conocimiento. Semejante fin acarreaba consigo el abandono del cuadro cuya estructura depende del marco y del caballete como sostén de la perspectiva del artista. Brus creía poder dejar atrás la función del cuadro como ventana, por eso ubicó el caballete en el suelo y se opuso a las reglas de la composición para ampliar el espacio más allá de la restricción impuesta por el lienzo o la hoja de papel. La limitación del uso de colores a blanco y negro también perseguía el fin de la anulación de “lo ilusorio”. Se aplicaba a esta tarea con tanta vehemencia que su trazo perforaba el papel. El siguiente paso fue una pintura “a la redonda o por todos lados” en habitaciones con papel. La acción pictórica consistió en manchar la habitación y su propio cuerpo dando lugar al “arte corporal”.
Ni representación ni narración, abogaba sólo por la presentación, por el arte en el espacio y el tiempo reales. Brus introdujo el cuerpo real como elemento de la acción artística, dando lugar al tableau vivant. En una acción titulada Ana en la que interviene su mujer, intenta redefinir también el papel del modelo a partir de la fusión de la pintura y el acercamiento en un juego espontáneo hasta quedar cubiertos ambos cuerpos (el artista y el modelo) de pintura. A partir de entonces las acciones serán cuidadosamente preparadas por Brus, guiado por un concepto dramático que ha quedado plasmado en fotografías y películas: los rasgos expresivos, desfigurados, subrayan el dolor real. En estos principios se inspiraría lo que denominó autopintura, un camino hacia el autodestripamiento, hacia la autodeformación: “Mi cuerpo es la intención, el acontecimiento, el resultado”.
Se escenifica como víctima, como artista-mártir, rodeado y cubierto por cuchillos, alfileres, chinchetas, hojas de afeitar, que evocan las armas Crhisti o las flechas de San Sebastián. Aunque también se ha establecido el vínculo con los los dibujos médicos de cuerpos abiertos y los dibujos anatómicos del siglo XVI. Utilizando el blanco como instrumento de tortura (por la evocación de los hospitales, las instituciones, las cámaras de gas) se somete a cortes y suturas. El siguiente paso de la evolución de la particular búsqueda de Brus fueron las acciones delante del público. El verbo empleado para describir el efecto buscado por los accionistas sobre los espectadores era schokieren: escandalizar, ofender, ultrajar. Según las propuestas de Günter Brus, Otto Mühl, Herman Nitsch, Rudolf Schwarzkloger, el arte debe poseer un carácter preformativo, debe conseguir transformar un estado de cosas.
Tiene un particular interés una acción denominada Paseo Vienés en la que Brus, cual pintura viviente, recubierto enteramente con una mezcla de pintura blanca, harina y agua con un trazo negro que le atraviesa de pies a cabeza se desplaza por destacados lugares de la ciudad de Viena, en una especie de escenificación del sujeto tachado, prueba visible de su culpabilidad. En una de las fotos se puede ver al artista junto al policía que acabará deteniéndole por alterar el orden público. Con este acto el artista consigue su objetivo: su denuncia de la hipocresía de todos los semblantes del discurso del amo, en especial, al estado austríaco, que se había levantado con renovados bríos luego de haber participado en el exterminio de los judíos. Sobre esta vergüenza sepultada, se festejaban los valores tradicionales y patrióticos cuya mentira Brus intentaba desmontar. Sus acciones fueron in crescendo, llegando a mostrar los efectos mortificantes del significante sobre el cuerpo, explícitamente martirizado. Se rodea de instrumentos cortantes, llegando a producirse heridas, plasmando así el dolor puro del cuerpo cuando es separado de la sustancia gozante que hace posible la vida. Los poderes, con su violencia y sus mentiras eliminan la subjetividad, reduciendo el ser a sus funciones primarias, excretorias, eliminando las diferencias, incluso las sexuales, empujando el sujeto a la soledad, al grito, al temor.
Su reflexión va más allá de la provocación, del escándalo, dando a ver la presencia real de la obscenidad, la inmundicia de un cuerpo sin su envoltura simbólica, sin la decencia que otorga velar ese real al conseguir alojarlo en un semblante. A falta de una dit-mension, una dichomansión del cuerpo con la que regular su condición de hablante, sólo se experimentan los cortes, las fragmentaciones, la mortificación. Brus se escenifica como víctima, dando a ver que el cuerpo, liberado de las constricciones, de los semblantes, de las ficciones a las que considera falsas y mentirosas, se reduce a la carne sin subjetividad. En ese trayecto se encuentra ante una paradoja: su radical anti-arte muestra entonces un cuerpo y sus secreciones, abierto a las humillaciones, pura mueca de desesperación y abandono. Despojado de su singularidad, de todo pensamiento, de toda representación, se elimina toda dimensión del ser. Justamente es en ese terreno en el que afronta las paradojas de su posición hasta el absurdo, que tendrá como consecuencia el abandono de esta vía con su última acción Prueba de resistencia (1970) Algunos críticos consideran que, de continuar por este camino, habría sido conducido lógicamente a la muerte por medios plásticos, camino que Brus no eligió a diferencia de Rudolf Schwarkloger que llegó a la automutilación frente a la cámara fotográfica y acabó por suicidarse a los pocos días.
Brus, en la encrucijada de la imposibilidad de acceder a lo real propiamente humano, vinculado a la no existencia de relación sexual, sin pasar por la condición del semblante, pretendiendo alcanzar otra verdad atacando los símbolos, finalmente habría comprendido que sólo se atrapa por la modalidad en que se logra cernir lo verdadero, como mediodecir. Siendo el arte un modo de alcanzar lo real por lo simbólico, su eficacia no radica en la vía del ataque a los símbolos sino haciendo uso de su potencialidad creadora. Sólo aceptando esta condición la obra artística muerde lo real. No debe ser casual el retorno de Brus al arte-ficción a través de sus cuadros-poema y que este movimiento se produzca después de haber tenido una hija. La experiencia de asumir el semblante por excelencia, el paterno, no debe ser ajena a esta reconsideración de su relación con lo simbólico después de haber suspendido sus peculiares “acciones”.
Body art y carnal art
El dolor es un tema recurrente para todos aquellos artistas que usan su propio cuerpo como soporte o elemento artístico. Todos ellos intentan mostrar algo que el ojo no puede ver, algo que va más allá de la contemplación, de la representación. El dolor en sí mismo, sin metáfora, como una somatización de la acción que ejerce la política, la religión, las identidades sobre el cuerpo en el estado actual de la sociedad. Con sus acciones, estos artistas exponen su cuerpo abandonado a las maniobras científico-técnicas, padeciendo un discurso sin agente, reducido meramente a sus funciones y necesidades, o escenario de la violencia que imprimen los cánones de belleza, los nuevos imperativos. El norteamericano Chris Burden se ha hecho colgar, disparar, encerrar, incluso crucificar sobre la parte superior de un coche Vokswagen examinando con estas acciones la noción de riesgo. Vito Acconci se ha mordido, golpeado, quemado en la búsqueda de una reflexión sobre los límites corporales. Ulay y Marina Abramovic se han abofeteado, quemado, cortado, quitado trozos de piel para trasladarlos a otros lugares con el fin de tomar conciencia del cuerpo y de la violencia que sobre este se ejerce. Gina Pane, que se autodenomina artista-mártir se ha clavado espinas, se ha practicado cortes e incisiones, ha caminado sobre cristales rotos, todo ello en una clara referencia al suplicio de los santos. Su pretensión ha sido poner de manifiesto la dimensión “herida” del cuerpo de la mujer, preocupación que comparte con Ana Mendieta, Mary Kelly y otras. Todas ellas intentan poner en evidencia la objetualización y vilipendio de la mujer en el sistema capitalista falocentrista: El cuerpo se proyecta como conciencia de ser, como subversión del cuerpo cotidiano.
El movimiento denominado carnal art se distingue del body art por excluir el elemento del dolor como medio para intensificar la conciencia del cuerpo a través del arte. Su representante más conocida es, sin duda, Orlan, una artista multimediática que realiza performances en las que su cuerpo-mártir evoca el sufrimiento de los santos, aunque desde un punto de vista herético, privilegiando su carácter erótico. Con su peculiar exploración de la identidad femenina ha llegado a diseñar su autorretrato hasta transformar su rostro con la implantación de rasgos de mujeres míticas (Monna Lisa, Europa, Venus). Se somete a operaciones quirúrgicas ante fotógrafos y cámaras de televisión de acuerdo con una minuciosa planificación: la elección de la música, de la ropa que viste el personal sanitario (creada por famosos diseñadores), las máscaras que ella porta, los textos o poesías que lee. Orlan parte del principio de que el carácter ontológico del cuerpo es el resultado de su estado natural y de una construcción sociocultural. Con sus operaciones intenta negar estas determinaciones inmutables, a través de la fragmentación, la desconexión de sus partes, creyendo demostrar así su carácter sustituible y manipulable. Gracias a la intervención de las nuevas tecnologías pretende que se puede cambiar el estatuto del cuerpo femenino, sometido a seculares presiones sociales y políticas.
Aunque cada uno de estos artistas tiene motivaciones diferentes, ninguno ha podido prescindir del espacio fingido de la escena, por muy explícito y escandaloso que se proponga, el arte depende de la estructura del lenguaje, de la implementación y diseño de los temas, es decir, de un simulacro. Además, la conservación de las obras (fotos o películas) elimina precisamente un elemento considerado específico de estas acciones, el estar hechas en espacio y tiempo reales.
El net.art o acciones on line
Los artistas que inscriben su trabajo con este nombre propugnan que en el siglo XXI el cuerpo es obsoleto, investigan la potencialidad creadora de los soportes tecnológicos en cuanto a movimientos y percepciones por fuera de las limitaciones corporales.
Las obras no son sólo objetos (páginas web) sino también procesos (acciones en la red). Como en las performances tradicionales, el tiempo es el tiempo de la acción. Luego quedan registros en el gran archivo de Internet. Una serie de estas Ephemeral matches online se organizó en México en 2002, un combate entre artistas mediáticos usando como arena el espacio en red, sin reglas y en tiempo real. Algunos exploran las relaciones entre el cuerpo y las nuevas tecnologías a través de diferentes interfaces cuerpo-máquina. El australiano Sterlac invierte el proceso habitual de transmisión, el actor está conectado a sensores y sujeto a los avatares del mecanismo sujeto a su cuerpo. Recientemente ha presentado una escultura llamada Stomach que sólo puede verse a través de endoscopia.
El bioart
Seguramente se trata de la expresión más extrema de los movimientos artísticos actuarles con referencia al cuerpo. Algunos lo denominan arte genético porque en ciertas producciones se utilizan células y cultivos de tejidos. También gracias a los recursos de la biorrobótica y de la bioinformática, llegan a síntesis de secuencias de ADN producidas artificialmente. A través de la autoexperimentación biotecnológica y médica consiguen subvertir las tecnologías de visualización para alcanzar maneras no previstas en los manuales de uso. Con estas operaciones consiguen manifestaciones bioficticias, esculturas-quimeras, fotos digitales trucadas que presentan mutantes, híbridos estéticos.
Tener un cuerpo por el síntoma.
¿Qué lugar otorgar a estos movimientos artísticos? ¿Cómo valorar estos intentos por atravesar la lógica de la representación, por mostrar lo que vela el fantasma? ¿Podemos conferir a esta búsqueda desesperada el valor de la denuncia, del clamor de los cuerpos abandonados al desvarío, característico de la post-modernidad, según la tesis de que lo corporal es político?. ¿O estamos asistiendo, también, a un movimiento de histerización de los significantes de la ciencia para ponerlos al servicio del arte, de lo que, por tener como fin el goce, muestra que no sirve para nada?
Frente a los nuevos imperativos de eficiencia, a las nuevas normas de salud y a la oferta infinita de objetos plus de goce, el sujeto postmoderno, a la deriva de los acontecimientos que sacuden cada día su precaria subistencia, no puede orientarse en su relación a la verdad. Horadada la verdad religiosa, sólo pervive la verdad científica, por definición asubjetiva. Se siente culpable entonces de su cuerpo, que se manifiesta insurrecto a la deseable armonía, inhibido ante las satisfacciones múltiples que el mercado publicita. Razón por la cual el cuerpo puede volverse también persecutorio, por no inclinarse ante la promesa de felicidad que ofrecen las pantallas publicitarias.
El sujeto hipermoderno, condenado a la soledad, sin conseguir alojarse en un discurso que le suministre un orden verdadero con el que nombrar lo real, carga sobre sus espaldas con el sentimiento de culpabilidad por su impotencia, sus incapacidades, su fracaso en dominarlo con el mango, con el pensamiento. El cuerpo no se pliega fácilmente al equilibrio de las cantidades, a las cifras de las tecnociencias. Los afectos que lo conmueven y deleitan no se dejan atrapar en grillas psicológicas ni con las fórmulas de los psicofármacos.
En este difícil panorama que ofrece el estado actual de los discursos, el arte y el psicoanálisis se perfilan como dos vías posibles para tratar lo real. También como dos maneras de responder al discurso del amo actual y a sus efectos mortificantes. Algunos de los artistas antes citados admiten explícitamente que sus escenificaciones están destinadas a causar la palabra, a “dar que hablar.”
En el capítulo El saber y la verdad del Seminario Aún Lacan elogia a Descartes por haber interrogado el saber como nunca antes. El paso siguiente, el vuelco freudiano, constituye un hecho de caridad por haber permitido “a la miseria de los seres hablantes decirse que, por el hecho del inconsciente, hay algo que les trasciende, el lenguaje” . Una vía en la que, por medio de la palabra, el sujeto consigue descifrar las marcas de goce de su cuerpo para hacer con ellas su ser de deseo, a sabiendas de que las significaciones de la vida dependen de la relación del ser hablante con la lengua que habla, que siempre es particular. Gracias a la operación del síntoma, el ser hablante puede habitar una dimensión del cuerpo en la que vivir y de la que gozar así como también, darse un partenaire de su condición mortal y sexuada.
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