Introducción
La violencia tiene distintas formas de mostrarse, de dejar su huella, de desplegar su sentido. Los hombres agresores de la violencia familiar llevan la marca de un drama silencioso que repiten compulsivamente, atrapados en un espiral de destrucción.
Existen diferentes modos de abordar este problema: desde la mujer, desde el vínculo, desde la cultura, entre otros. Este artículo trata de desarrollar algunas ideas, focalizando la mirada en el hombre agresor de su familia y en el paso al acto violento, tratando de situar el acto en la dinámica del sujeto y marcando momentos cruciales donde se desencadena o se instaura definitivamente la violencia.
Se ubica dentro de una clínica donde prevalece la actuación sobre el síntoma y se trata de situar ciertas coordenadas estructurales que permitan dar cuenta de por qué un sujeto más que hacer un síntoma actúa. Es decir de definir que es lo que hace que un sujeto actúe en vez de hacer síntomas.
El artículo parte de reflexiones sobre la clínica de los hombres que agreden a su familia, y es desde esta experiencia clínica que se piensa esta problemática, experiencia desarrollada en entidades públicas de asistencia a la violencia familiar en Chile y un centro hospitalario en la ciudad de Córdoba, en Argentina. Las viñetas clínicas descriptas parten de tres casos seleccionados por el autor, son 3 sujetos maltratadores. Uno es un sujeto de 35 años llamado en este artículo Carlos, casado desde hace 10 años, padre de 3 niños, que en el momento de iniciar el tratamiento se encontraba sin empleo desde hacía 2 años y fue enviado al centro de atención por el juez que llevaba la denuncia de malos tratos interpuesta por su mujer; el segundo es un sujeto de 30 años, que llamaremos Fernando, casado desde hace 2 años y con un hijo, es médico y también fue enviado por el juez, luego de llegar a un acuerdo donde se comprometía a realizar un tratamiento y el tercero, es un sujeto de 45 años al que llamaremos Marcos, quien estaba en un proceso de separación por malos tratos, es padre de 5 niños y estuvo casado por 25 años, acudiendo al centro por propia voluntad. También se describen pequeños extractos de entrevistas realizadas a las esposas de estos sujetos.
Para abordar el tema del pasaje al acto en general, se hará referencia a pequeños extractos clínicos de personas que han transgredido la ley, clínica que si bien no es equiparable a la de los hombres agresores de la familia, si permite aclarar y ejemplificar las condiciones del pasaje al acto.
Generalmente en diversos libros y artículos de especialización o que desarrollan esta problemática, se hace énfasis en algunas características fenomenológicas del hombre agresor, tales como: 1) La llamada “doble fachada”, que se caracteriza por el modo de actuar en la familia de forma agresiva y en el ámbito social y público, mostrarse como una persona tranquila, amable, no violenta, 2) La tendencia a culpar al otro, como causa de la violencia “Es mi mujer la que tiene el problema”, sin capacidad de autocrítica, 3) Minimizar o negar la agresión, 4) Ser celosos y posesivos, 5) Ser manipuladores y controladores, 6) Mantener un fuerte sistema de creencias y mitos sobre lo que es la masculinidad y sobre como deberían ser las relaciones entre los hombre y las mujeres.
Pero esta descripción fenomenológica, poco aporta al esclarecimiento de lo que sucede en este sujeto, que en el ámbito familiar, para sostenerse en ese lugar, actúa de tal forma que destruye a sus seres más cercanos.
A continuación se tratará de establecer las coordenadas del pasaje al acto en general, que permitirá clarificar la problemática particular del hombre agresor.
El paso al acto
Antes de abordar la violencia masculina, detallaré qué se entiende por paso al acto, qué significa que un sujeto actúe.
En el artículo “Deseo y destino”, Guibelalde caracteriza el paso al acto como una situación en la que un sujeto se embarca en algo absolutamente insospechado, ya que en el actuar se desconoce lo que puede suceder. Se expone a lo incierto y en esto, el sujeto se encomienda a sí mismo: “Si algo en el acto se apuesta, es algo esencial de sí mismo: su vida, su libertad”, su destino agregaría más adelante. Cuando un delincuente decide robar una casa o realizar un asalto, él no sabe nada del resultado, o mejor dicho: lo único que sabe es que puede perder su libertad, su vida y entonces apuesta a ciegas, como el jugador apuesta su dinero.
A esta característica paradójica del paso al acto se agrega “Que a esa situación de incierto resultado que le concierne tan cercanamente, el sujeto la afronta de una forma en la que carece de la menor participación en cómo va a resultar”. El acto lo domina, él no tiene participación en el desenlace ni en las situaciones a que es conducido en ese pasaje al acto. El ladrón al ingresar a la casa que va a robar, -más allá de haber planeado el modo de llevar a cabo dicho robo-, en el momento de ingresar, en el momento de cometer el atraco, en ese momento, el pasaje al acto domina la escena, el desenlace está fuera de su decisión, la conclusión va a estar determinada por las circunstancias en las que se desarrolla el acto, el sujeto se encuentra arrojado totalmente a las situaciones que se desarrollarán en el robo. Entonces por qué, en este acto tan contradictorio y paradójico el ladrón ingresa a la casa a robar, sabiendo que la muerte o la pérdida de la libertad es posible, inminente, lo único certero, lo único que sabe.
La única forma de actuar, la única posibilidad de realizar el paso al acto es no pensando. Es decir que en el pasaje al acto no hay sentido, ni simbolización que lo sostenga, característica que lo diferencia del acting out. El pasaje al acto se define por el no pienso, además en el momento de su realización, es algo que no tiene ningún sentido, no hay mediación significante, simbólica, allí donde pienso no actúo, allí donde actúo no pienso.
Como lo definía Lacan, el pasaje al acto es un no pienso y Chartier agrega a partir de la definición que da Lacan del paso al acto, en el Seminario de La Angustia: “Como momento de oscilación desde lo simbólico a lo real de este modo el actuar… se ve desnudado de toda significación simbólica” y finaliza el artículo: “Sujetos para los que el actuar ocupa el lugar del lenguaje”.
Esta antinomia entre pasaje al acto y pensamiento se observa en muchas situaciones, desde pasos al actos simples, hasta homicidios, hay una rotunda separación entre el orden simbólico y el paso al acto, no hay significante detrás de este acto violento.
Dice alguien que se dedica a robar: “Es mejor no salir con gente que tiene miedo”; “Si me levanto pensando que hoy no es un buen día para robar es mejor no hacer nada”. Es decir, para no tener miedo no hay que pensar, para poder actuar no está permitido pensar: “Uno planea el robo pero cuando se ejecuta hay que afrontar lo que venga”, manifestaba un respetado delincuente y agrega “Yo planeaba el robo, pero al acercarse el momento, debía anularme, no debía pensar, ya que si lo hacía me entraba la duda y ya no podía salir”.
Lacan, en su artículo Función del Psicoanálisis en criminología nos enfatiza que: “El estrechamiento del campo de la conciencia a la medida de una captación sonambúlica de lo inmediato en la ejecución del acto y su coordinación con fantasmas que dejan ausente a su autor”. Hay un sonambulismo del sujeto en el actuar, un achicamiento de la conciencia.
Pero hay un punto que es de suma importancia: el paso al acto, por más paradójico, contradictorio e incierto que aparezca posteriormente define a posteriori al sujeto que actúa, lo deja encadenado a ese acto que le da, siempre posteriormente un nombre, un estado civil, un signo imaginario, una marca. Tal como expresa una frase muy usada: “Uno es lo que hace”, el ladrón se define “Ladrón” y relata sus actos y proezas porque él es alguien a partir de esos pasos al acto, que lo enlazan a un orden imaginario, en una relación y reconocimiento del otro, el sujeto a través de su acto es reconocido por su grupo, en la villa o por la ley que convierte el acto en una huella indeleble que ya no lo abandonará, aún cuando no quiera saber nada de ello, aún cuando quiera salir de la delincuencia sus actos estarán marcándolo, como lo manifiestan cuando salen de la cárcel y tratan de buscar trabajo: “No me dan trabajo porque tengo sucio los papeles. Yo ya no quiero robar más, no quiero ser más ladrón, pero no puedo por mis papeles, por mi pasado, es como si un dedo me señalara permanentemente y me dijera quién soy”. El “Ladrón” es respetado por sus pasajes al actos, es su chapa de identificación, es admirado en su entorno, es alguien, adquiere un nombre o un sobrenombre que reemplaza a su verdadero nombre, que en muchos casos desaparece, bajo esta nueva nominación, muchas veces estos sujetos son conocidos por su nombre del hampa y se desconoce su nombre original.
Aunque se intente borrarlos, los pasos al acto se anclan a las huellas que se dejan y que definen imaginariamente a alguien, es decir hay un antes y un después de cada pasaje al acto, hay consecuencias que impactan en la vida y en la subjetividad del sujeto.
Braunstein cuando se refiere al acto criminal dice: “… ilustrar la posibilidad de que el acto sea una apertura de un sujeto puesto en una situación límite, a un camino de subjetividad de su existencia” y agrega “hacer del crimen … sirva para que de él resulte un sujeto otro, que sea el sujeto del acto”. En algunas circunstancias el acto permite ser otro y en otras, como cuando algunos hombres se vuelven agresores de su familia, el acto les permite sostenerse, les brinda un estado civil de sujeto.
El paso al acto y el acting out
Para comprender el pasaje al acto es importante abordar el concepto y la función del fantasma en la economía psíquica del sujeto, porque el paso al acto supone un atravesamiento salvaje y radical del fantasma.
El fantasma, en la estructura subjetiva se articula al deseo, regula el goce y civiliza la acción de la pulsión. Atravesar el fantasma en el pasaje al acto implica que toda la estructura del sujeto queda desarticulada, cayendo el sujeto de la escena fantasmática.
En el Seminario de La Angustia, Lacan establece una distinción entre el mundo real y la escena del fantasma, donde lo decisivo es que el hombre sólo puede constituirse como sujeto que habla en una estructura de ficción que es el fantasma. El mundo de lo real es inhabitable como tal, la única manera de vivir es a través de esta escena que nos ofrece el fantasma que enmarca al sujeto y la hace vivible.
El hombre golpeador como veremos más adelante, no encuentra esta estructura de ficción para asumir ciertos papeles, por lo que es arrojado fuera del fantasma, hacia lo real y responde de la única forma que puede, con el pasaje al acto “La violencia real surge cuando la ficción simbólica, la estructura simbólica que garantiza la vida de la comunidad se desmorona”. El fantasma establece un velo y sobre él se proyecta una escena. Lacan agrega que la ventana ejemplifica el límite que existe entre la escena y el mundo, ventana que está determinada por la angustia, es decir es la angustia ese límite. Y el atravesamiento salvaje del fantasma (paso al acto) es un franqueamiento de ese límite que “Nos indica el signo de un acto que hace volver al sujeto a un punto de exclusión fundamental” Y agrega “el pasaje al acto en el fantasma está del lado del sujeto”, en tanto que ese sujeto aparece borrado al máximo por la barra significante. El sujeto en el pasaje al acto cae fuera del campo del Otro, fuera del fantasma, “Ese dejar caer es el correlato esencial, del pasaje al acto. Pero en el pasaje al acto ¿de que lado es visto ese dejar caer? Precisamente, del lado del sujeto. El pasaje al acto está, si así lo quieren, en el fantasma, del lado del sujeto, en tanto que aparece borrado al máximo por la barra. En el momento de mayor embarazo con la adición comportamental de la emoción, como desorden de movimiento, el sujeto por así decir, se precipita desde allí de donde está, desde el lugar de la escena donde sólo puede mantenerse como sujeto fundamentalmente historizado: tal es la estructura misma del pasaje al acto”. Esta emoción como embarazo es la angustia que desborda al sujeto, lo desborda sin poder articular ninguna respuesta simbólica, no hay significante que represente al sujeto y cae fuera de la escena a través del pasaje al acto, como manifestaba Carlos, tratando de ponerle palabras a sus actos: “No puedo controlarlo, es como perder las amarras y me lanzo como loco”, donde se observa cómo el fantasma deja de actuar como soporte, y el sujeto cae identificándose a su ser de resto, “Hay que lanzarse, nada debe sujetarnos cuando nos lanzamos a hacer un robo, no se piensa, se actúa, es como estar fuera de todo”, manifiesta un ladrón tratando de explicar el momento antes de producir un atraco.
El acting out, a diferencia del pasaje al acto, es una identificación de un sujeto a un significante, donde se juega el ser y el goce, pero en relación al sentido y en ningún momento se pierde la relación con el Otro. Mientras que en el pasaje al acto, el sujeto se identifica al objeto a produciéndose ahí una súbita relación del sujeto con lo que él es como objeto a, es decir al caer el sujeto del campo del Otro, identificándose con ese resto excluido de la operación cae, no habiendo sentido que lo sostenga.
El pasaje al acto acontece a partir de la falta de un significante que lo amarre a la escena, produciendo una caída y una identificación con el objeto a. El objeto a es un resto de la operación que se amarra al deseo, cuando se desengancha, el único destino que tiene es el de caer. Mientras que el acting out, como se dijo anteriormente, está del lado del sentido, de lo simbólico y a través de él, el sujeto le envía un mensaje al Otro.
El acting out está relacionado al significante, al contrario en el pasaje al acto el sujeto queda arrojado fuera del orden simbólico, identificándose al objeto a, al resto, queda en lo real.
El pasaje al acto no es un mensaje al Otro, sino un corte radical con respecto a ese Otro, es por ello que se refiere a un atravesamiento salvaje del fantasma, es decir caer fuera de la escena donde los significantes priman, a lo real de la pulsión.
En Freud, el pasaje al acto se relaciona al más allá del principio del placer y está enteramente ligado a la pulsión de muerte. Se deduce que un hecho en sí y por sí mismo no permite discriminar entre acting y pasaje al acto, por ejemplo un intento de suicidio, un suicidio consumado, un robo puede ser uno u otro, puede ser un acting out –que está ligado a un significante– donde el sujeto pone en la escena un mensaje al Otro, o puede ser un pasaje al acto donde hay un corte con el Otro, un enlace con la pulsión de muerte.
En Freud diferenciamos el acting out del pasaje al acto, a partir del concepto de pulsión de muerte y repetición. El acting out se relaciona con el concepto de repetición, repetición de lo reprimido, donde el sujeto actúa aquello que por la represión de los significantes, no puede recordar. Es decir, el acting está del lado del sentido, del sentido reprimido, hay un significante enlazado al acting. En cambio el pasaje al acto, está asociado a la pulsión de muerte, separado del eros, hay una repetición, pero repetición pulsional mortífera.
El pasaje al acto está fuera del sentido, no hay un significante reprimido que permita historizar el acto, el pasaje al acto como la pulsión de muerte, es silenciosa. A partir de lo expresado queda más claro la unión o mejor dicho la desunión entre pasaje al acto y pensamiento: allí donde pienso no actúo, allí donde actúo no pienso.
Rosa López agrega al respecto: “Cuando hay una identificación al objeto a, esto implica de una u otra manera una cierta voluntad de aniquilación del ser, allí donde el significante no parece suficiente para responder a la demanda del sujeto. El suicidio por eso se convierte en el paradigma de esta aniquilación del ser, porque lo que tenemos es un acto, que tiene la fuerza de aislar de la manera más pura el yo no soy, o también el yo sólo soy esta porquería”, es decir que el sujeto en este acto se apuesta a si mismo, apuesta su ser para perderlo, aniquilarlo: “Yo no soy nada”. Punto central a tener en cuenta cuando se analice detenidamente el paso al acto del hombre agresor.
Si bien el pasaje al acto es transestructural y a veces nos hace pensar en los casos inclasificables, es en la psicosis donde se observan con mayor claridad y es en esta clínica, donde el pasaje al acto alcanza su máxima pureza y característica. Se verifica con mayor nitidez como el sujeto queda identificado al objeto a, a su ser de desecho.
El pasaje al acto se produce porque el lugar donde el sujeto juega en la escena no está sostenido por el significante, no adviene un significante que represente al sujeto, no puede identificarse a un significante que lo sostenga por lo que cae a lo real, identificándose con el objeto a, con el lugar de desecho. Un delincuente en proceso de rehabilitación y con beneficio de salida diaria manifiesta “No sé, es como que no me encuentro en esto, el trabajo que estoy haciendo me gusta, pero no me reconozco, todo me aburre y cuando pasa eso, siento miedo de caer de nuevo, es como que no hay sentido en esto para mí, se lo digo porque creo que algo va a pasar, me pregunto quien soy y sólo encuentro la respuesta de que soy un ladrón” y Marcos manifiesta en una sesión terapéutica: “Llega un momento en que me desengancho, ya no soy yo, sé que yo la golpeo, pero en ese momento ya dejé de ser yo”, se pierde el enlace a un significante que le de un sentido, el pasaje al acto se produce por la imposibilidad de recibir o de dar respuesta ante la preguntas de ¿quién soy? ante este interrogante sin respuesta, cae identificándose con el objeto a, al resto. Esta pregunta queda fuera de todo sentido para el sujeto, por eso no puede pensar, el pensar lo lleva a cuestionarse sobre su ser “No me haga pensar, me molesta, no me gusta”, respuesta común que se recibe ante cuestionamientos que se les hace a estos sujetos.
El pensamiento queda anulado por una carencia significante. Repitiendo lo que manifestaba Chartier en su artículo “Sujetos para los que el Actuar ocupa el lugar del lenguaje” y agrega ” El pasaje al acto, como momento de oscilación desde lo simbólico a lo real….De este modo el actuar….Se ve desnudado de toda significación simbólica y por ello no demanda que se lo interprete”. y Salvain agrega “Una salida de la escena, en la que como una desfenestración o salto al vacío, el sujeto queda reducido a un objeto reducido o rechazado”.
El paso al acto de los hombres agresores de su familia
Una de las formas del paso al acto, se expresa en el acto violento de los hombres agresores, donde uno se pregunta cómo entender a estos sujetos que agreden a las personas que más quieren: su mujer y sus hijos, sujetos cuya violencia se expresa únicamente en el ámbito familiar.
Se está dentro de una clínica donde prevalece la actuación, y se va a tratar de ubicar coordenadas estructurales que permitan dar cuenta de por qué un sujeto agrede a su familia, a sus seres más cercanos. Tratar de situar qué es lo que hace que un sujeto actúe de esa forma.
A la consulta institucional, los hombres agresores llegan generalmente enviados por los tribunales o por demanda propia. En el primer caso vienen obligados, molestos pero generalmente están asustados, por la intervención de la ley; sin comprender el por qué de la intervención, generalmente asisten a la primera sesión, preocupados por lo que les puede ocurrir. En el segundo caso, su demanda de terapia no se fundamenta en ellos mismos, es decir, no asisten porque consideran que tienen un problema, o porque les sucede algo, no hay una real demanda, una pregunta, ni deseo de cambio, sino por ejemplo, vienen para evitar que su mujer los abandone, o para que vuelva a su lado, porque son ellas -según ellos- las que tienen un problema.
Generalmente, cuando se les interroga por los actos de violencia, no los reconocen, o si lo hacen, no pueden ponerle palabras a su actuar y generalmente minimizan la situación. Se les hace muy dificultoso simbolizar y expresar situaciones e ideas con respecto al acto: Carlos dice en sus primeras entrevistas: “No sé lo que me pasa, siento mucha rabia y la agredo, a veces ni sé lo que está pasando, cuando me doy cuenta, es cuando puedo parar. Sé que está mal golpear a mi mujer y a mis hijos pero es algo que no puedo evitar”. Hay una ausencia de simbolización del acto violento, en algunos casos pueden relatar algunos hechos antes o después del maltrato, pero nunca sobre el hecho mismo.
Otra característica en sus relatos es la generalización en pocas palabras de los sucesos, y la dificultad para detallar, narrar algo de su vida o de la violencia, extensamente: “Me hizo enojar y pasaron las cosas”. Dice Carlos en su primera entrevista, al profundizar más sobre lo que ocurrió, habitualmente no puede llegar a la describir mas allá: “Y… gritos, insultos, … como ya le dije antes, me hizo rabiar y le grité”. Les es imposible ponerles palabras al acto, darle un sentido verbal; este entonces aparece como un puro acto sin palabra, como si no estuviera introducido en el orden del discurso, un acto separado de lo simbólico, se produce la caída de la escena, que se describió anteriormente, un derrumbe del sujeto. El acto se cristaliza sin sentido, no está relacionado a lo que hagan o dejen de hacer su mujer o sus hijos.
En la clínica se observa que estos sujetos no buscan ocultar su acto violento, premeditadamente, como se supone y se los caracteriza, sino que no logran ponerle palabras, no pueden simbolizarlo. Entonces ¿Qué tratan de significar estos sujetos a partir de esta compulsión a repetir el acto, del cual se arrepienten y luego tratan de evitar, sin lograrlo? En el ciclo de la violencia familiar se describe este proceder, luego del acto violento surge el arrepentimiento y existe un intento genuino de reparar la situación, hay arrepentimiento sobre la situación que se le escapó de las manos.
Llama la atención que el ámbito familiar sea el único lugar donde se produce el acto violento. En otros espacios estas personas suelen ser buenos compañeros de trabajo, interesados por los demás y calificados por otros como personas buenas y tranquilas, hecho que se le dio en llamar como anteriormente se mencionó: “la doble fachada del agresor”, definición que debería ser puesta en cuestionamiento seriamente, ya que se entiende por ello que estos sujetos mantienen una doble imagen intencionadamente, para que no los descubran, para que nadie sepa lo agresivos que son, pero ellos mismos se sorprenden con esta actitud, se evidencia una desconexión con su acto, un acto que arremete, solamente en el ámbito de la familia, como manifestaba uno de los sujetos, Fernando manifiesta al tratar de explicar su violencia contra su mujer: “No entiendo qué me pasa en casa, yo no tengo problemas con nadie y en mi trabajo me quieren todos. A mí siempre me buscan para hacer beneficencia y actividades de caridad, la gente me quiere mucho, pero en casa está todo mal, nos vivimos agrediendo con mi mujer. Debe ser por ella”, “En casa pierdo el control, mi mujer me saca, trato de controlarme, pero no es posible, es como que la mente se me nubla”.
De esta mirada rápida sobre la violencia familiar se desprende, que para comprender esta problemática no hay que focalizarse solamente en el hombre agresor de su familia, sino también en el paso al acto de la violencia doméstica, tratando de brindar ciertas pautas que permitan introducir el pasaje al acto en la dimensión de este sujeto. Chartier manifiesta que para los sujetos que delinquen: “Que el éxito o el fracaso de los intentos terapéuticos con estos sujetos depende de la manera como se toma en cuenta el actuar”. En esta idea incluiría también a los hombres agresores de la violencia familiar. Cabe a esta altura preguntarse: ¿Por qué la violencia se produce sólo en la familia? ¿Qué sucede en ella que desencadena el acto agresivo? y ¿En qué momento de la pareja comienza la violencia?
Hay distintos momentos fundamentales en que se desencadena o se agudiza la violencia.
Uno de los primeros que sobresale, es el casamiento. Muchas veces en la misma noche de bodas comienzan los primeros golpes o malos tratos: “Mi marido cambió totalmente cuando nos casamos. Antes era comprensivo y dulce, a partir de que nos casamos todo cambió: se puso agresivo, todo le molestaba y cada vez me trataba peor”, manifestaba la esposa de Fernando, ¿Qué hace que en un momento esperado y deseado de amor aparezca una violencia desenfrenada? ¿Qué sucede en una noche tan especial como la de bodas en estos sujetos, que los impulsa a maltratar a su mujer?.
Una investigación que realicé en el año 95 sobre abuso físico a la mujer embarazada en las ciudades de Córdoba y Carlos Paz, reflejaba que en un gran porcentaje de casos, la agresión comenzaba o se agudizaba considerablemente en el momento de unión de la pareja (ya sea que se casaran o convivieran). Si bien pueden observarse antes del matrimonio o la convivencia, momentos de agresión principalmente psicológica por celos generalmente, la unión marca siempre un antes y un después, incluso en la luna de miel, comienzan o se intensifican los golpes e insultos, muchas veces en la noche de bodas suceden grandes explosiones de violencia: “No sé. En un momento se me fue la felicidad y me puse como loco, pensé que me había arruinado, esto de ser marido era como que me sobrepasaba, que no iba a poder sostenerme y me violenté, cualquier cosa que ella dijera o hiciera era un pretexto para insultarla hasta que no sé que pasó y casi la mato”. Manifestaba Marcos al relatar su boda y luna de miel. El casarse implica un nuevo estado civil, un nuevo estatuto, un nuevo nombre que instituye en el lugar de marido, lugar que le hace perderse y derrumbarse al verse enfrentados a esta nueva situación.
Otro de los momentos fundantes de la violencia, también reflejado en dicha investigación y en datos clínicos obtenidos posteriormente, se refiere a que la violencia del hombre agresor comienza o se intensifica cuando la mujer queda embarazada. Muchas mujeres expresaban que su marido en vez de alegrarse por la noticia se ponían violentos, como dice en una entrevista la esposa de Carlos: “Yo pensé que se iba a alegrar. Preparé el momento, hice una comida especial, pero él se enfureció y no fue el mismo; empezó a golpearme y sobre todo en la panza.”; y la mujer de Fernando manifiesta: “Creía que la noticia de un hijo lo tranquilizaría, que le gustaría, pero se puso más agresivo, temía por la vida de mi hijo”.
Generalmente la reacción de los hombres agresores, al escuchar la noticia, aunque es variada, lo habitual es el negar que es hijo suyo, como pronuncia Marcos al tratar de justificar el porqué no había reconocido a su primer hijo: “Yo pensé y todavía pienso que él no es mío”; “Ese hijo no podía ser mío, no podía creer que me hubiera hecho esto”; luego la reacción siguiente, frecuentemente, es asumir la paternidad, pero con violencia hacia la mujer y hacia su futuro hijo. Estos son los dos momentos precisos -el casamiento y el embarazo- que tanto los hombres como las mujeres que sufren la violencia; marcan como importante en la instauración de la misma. Algunos hombres nunca reconocen legalmente a su primer hijo, el enterarse que van a ser padres les produce una negación, un rechazo, negando la paternidad, sospechando que es de otro, no soportan la idea y paradójicamente, cuando la aceptan, son más agresivos con su mujer que antes y la violencia física se centra en el golpe al vientre de la mujer.
El significante “ser padre” sitúa, como ningún otro, al hombre en otro nuevo estatuto que debe asumir, el de su función, es como que este sujeto sostenido por el entramado imaginario, cae al ser situado en un lugar significante, al que no puede identificarse, quedando entonces el paso al acto como una posibilidad de respuesta.
¿Qué sucede en el sujeto masculino en estos dos momentos que lo precipita a la violencia y destrucción? ¿Qué sucede en ese instante que lo precipita al paso al acto violento, únicamente expresado en la familia?.
Antes de tratar de esclarecer este punto, se van a introducir dos circunstancias más que desencadenan o aumentan la violencia, una de ellas se observa en las parejas jóvenes cuando el hombre queda desempleado, cuando el sujeto pierde su trabajo (hecho de importancia por el aumento del índice de desempleo actual, que se observa con mayor frecuencia), dice la esposa de Carlos: “Mi marido desde que está sin trabajo está peor, Está mucho más agresivo, me pega por cualquier cosa, se siente mal, dice que es un inútil”; Carlos, cuando describe como se siente ante la pérdida de su trabajo: “Desde que perdí el trabajo me siento mal, molesto por todo, necesito trabajar, ser alguien productivo, es como que nada soy”. El trabajo y su reconocimiento en él, es fundamental en estos sujetos, no son nada sin trabajo, el trabajo muchas veces los define como sujetos, perderlo implica perder su identidad, ya no son útiles, ya no son hombres.
Por último, voy a marcar una característica que creo no falta en ningún hombre agresor: los celos desmedidos que lo llevan a controlar permanentemente a su mujer, necesitan saber a cada instante dónde está y habitualmente creen que han sido engañados, que su mujer ha salido o sale con otro, Fernando que controla todos los movimientos de su mujer, inclusive después de haberse separado manifiesta: “Ya no puedo vivir así, la busco por todos lados, si la veo hablando con otro hombre sé que me engaña con él, no quiero que salga sola”; “Yo sé que ella me engaña y que el niño no es mío”, los celos y el engaño se tornan una obsesión para estos sujetos, Fernando, la llama a cada momento, controla su horario, con quien habla y adonde va.
Los celos están generalmente desde el comienzo de la relación y se van agudizando a medida que la relación se va prolongando y afianzando, comienza por la forma de vestir de la mujer o por los amigos que tiene, poco a poco le va determinando como vestirse y prohibiendo ver a sus amigos, sobre todo si son hombres, luego cuando están casados y en momentos de mayor malestar del sujeto, le prohibe hablar con cualquier hombre y salir o controla donde va y que hace, permanentemente piensa que ha sido engañado, sus argumentos son irracionales y cuando hablan del tema se exaltan y están totalmente convencidos de que algo sucedió, se sienten inseguros, el ser engañados “es como morir”, me decía un agresor.
A partir de aquí, lo que surge como interrogante es ¿Qué tienen de común estas circunstancias en la vida de estos sujetos que los precipita hacia el paso al acto, hacia la agresión sin límites?.
Paso al acto que como tal, pone en juego al sujeto mismo, donde puede perder todo lo que más le importa: la pareja, los hijos, la vida.
El acto en sí lo domina, no puede evitarlo, no puede simbolizarlo, “Me pongo como loco, en esos momentos soy capaz de cualquier cosa, que luego seguro me arrepiento” .
Este ponerse loco expresa como dicen ellos “la rabia”, rabia entendida como la angustia que lo desborda sin límites, que lo lleva al paso al acto destructivo, es la emoción que marca el preciso momento del atravesamiento radical de la ventana del fantasma y es la emoción que siempre sienten los agresores, emoción que los arrastra al acto, la persona se enceguece, pierde todo control, no hay pensamiento que lo detenga, significante que lo amarre, es el momento donde el sujeto queda jugado en el puro acto y el pensamiento queda totalmente anulado, que es como se manifestó anteriormente: la condición fundamental del paso al acto.
La violencia siempre va en aumento, hasta llegar a constituirse en el único medio de relación de la pareja, se vuelve cotidiana y más agresiva, el acto violento invade todo el ámbito familiar, la familia se aisla de los amigos, del ámbito social y se sumerge en el puro acto violento, ya no hay palabras ni lazos, si no se detiene, se puede concluir fatalmente en el suicidio de la persona o en el asesinato de la mujer y/o los hijos, muchas veces aparecen en los periódicos la muerte de la mujer, o ésta mata al hombre en defensa propia o muere la mujer y luego el hombre se suicida, distintos desenlaces para un mismo drama.
El ser hombre y la violencia
¿Qué pasa de importante cuando estos sujetos se casan o van a tener un hijo? Para el sujeto masculino en general, entra en ese momento en juego -y no solamente en los hombres golpeadores- la simbolización de un lugar fundamental a través de los significantes marido y padre, lugares que asumir, que impactan en la subjetividad del hombre en el momento en que la mujer transmite la frase: “Vamos a tener un hijo”, que es decir “Vas a ser padre”. ¿Cómo asumirlo?. Ser padre no es solamente un tema biológico de ser el genitor. Cuando nos referimos al padre, no hablamos de su función como genitor, sino el padre como lugar simbólico donde un sujeto es llamado a cumplir una función, función significante en la constitución del nuevo sujeto, el hijo de ese padre, función que implica asumirse en un lugar, un reconocerse como ser padre, como ser hombre, como ser sujeto de deseo. No es un tema de roles la función paterna, no está centrada en la transmisión de los roles masculinos culturales, no es una función imaginario especular, donde el niño aprende el significado de ser un hombre, observando e imitando la conducta de su padre; sino que la función paterna se entiende como función simbólica, como metáfora paterna, como significante del nombre del padre, que es quien introduce la ley y la castración. Hablar de función paterna -al padre o quien juegue esa función- es ir más allá de pensarlo como modelo de imagen, donde el niño imita, sino que es pensarlo desde el Edipo, como función normativizadora de la estructura.
Algunos hombres ante este llamado a ser padre se van, incapaces de hacerse cargo de ese lugar, de esa función. Los hombres agresores en cambio, lo asumen a partir de la única forma que pueden, como se describió más arriba: negando su paternidad, convencidos de que ese hijo no es suyo y luego asumiendo la paternidad maltratando a su hijo y a su mujer.
El desempleo es otro significante que atraviesa al sujeto masculino, sobre todo en nuestros países occidentales, en donde el hombre, para ser hombre debe trabajar y la mujer debe estar en la casa. En el momento en que el sujeto agresor pierde su trabajo, pierde su identidad, como lo manifestaba otra sujeto agresor en una sesión “No soy nada desde que no trabajo, bebo más y me deprimo”; y su mujer manifiesta: “Desde que perdió el trabajo empezó el problema y el otro día me pegó”. Se sienten como si dejaran de ser hombres; por lo mismo, siempre reivindican que han trabajado desde niños, el trabajo en nuestra cultura es un significante que designa al ser masculino -el hombre es el que trabaja-.
Estos tres significantes, ser padre, ser esposo y ser trabajador, marcan un anclaje al sentido de qué es ser un hombre. Para la cultura estos tres significantes junto a otros –ser fuerte, valiente, agresivo, competidor, etc.–desarrollan y fundamentan que es un hombre.
Todo sujeto masculino se impacta ante estas huellas, que lo convocan al lugar del macho, pero a diferencia de otras respuestas, el hombre golpeador se queda anonadado, sin palabras, no encuentra nada para decir -simbolizar- y responde con el maltrato, con la “rabia” (angustia), con el pasaje al acto. Ante el impacto de los significantes que suenan vacíos en él, éstos lo convocan a un lugar, sin sentido y para no caer al vacío, se aferra a través del maltrato, de los gritos, del golpe, etc. Parecería que solamente a través de estos actos violentos puede sostenerse como sujeto, marcos detalla: “Cuando me enojaba y discutía con mi mujer, me iba sintiendo inseguro, me perdía, no sabía ni quién era y aparecía tanta rabia que la golpeaba y mientras esto sucedía, la seguridad me volvía.. Pensándolo ahora era como que en ese momento no era yo, era nadie.” manifestaba Marcos, tratando de entender su acto, luego de un tiempo de tratamiento donde la violencia había desaparecido.
A través del acto se sostiene como ser masculino, aferrándose también a estereotipos vacíos para ser, como manifestaba Carlos en las primeras entrevistas: “Es que no me hace caso, la mujer debe obedecer al hombre, ¿o no?”. “……Como hombre no se puede tolerar que la mujer no me haga caso, ¿no le parece? Dígame Ud. que es hombre…”,. La cultura brinda a estos sujetos lazos que permiten tener una relación al ideal imaginario con el otro, pero que al ser convocados a estos lugares, es puesto en cuestión en su ser y trastabillan, tropiezan, porque a pesar de todo no logran sostenerse y buscan a través de estos interrogantes finales –”¿o no?, ¿no le parece?, Ud. que es hombre”- que un otro los reafirme, otro imaginario que le dé el sentido de qué es ser un padre, un esposo, un trabajador, es decir qué es ser un hombre.
Es notorio también que en su decir tampoco están situados en ningún lugar; es decir, no dicen “yo” no puedo tolerar, sino que “como hombre” no se puede tolerar. En todo su discurso no está la referencia a él, en su decir no está citado, no se pronuncia, no logra un lugar en su propio discurso, no se encuentra referenciado.
Los celos expresan esta misma cuestión, cómo entender si no, estos celos obsesivos -siempre injustificados- hacia su mujer, la necesidad frenética, de saber donde está, el no dejarla salir, el no soportar verla hablar con otro hombre, el de pensar hasta la tortura que han sido engañados, que han sido descalificados como hombres. Detrás de esta maraña de ideas y actos está la condición de la masculinidad, para ser hombre jamás hay que ser engañado. Marcos manifiesta: “Jamás soportaría que mi mujer me engañe”; “¿Cómo quiere que me sienta como hombre, si veo a mi mujer hablando con otro? Seguro que me engaña, cualquier hombre pensaría lo mismo ¿o no?”. Es por lo mismo que no puede soportar que su mujer lo abandone –por que la separación es vivida como abandono-, porque resultaría insoportable toparse de cara con el vacío, con la no simbolización, con la nada, con lo hueco del ser. Detrás de los celos está el cuestionamiento sobre la pregunta de ¿quién es?, cuestionamiento que pone en carencia al sujeto.
Estos cuatro significantes -existen otros importantes, que no se desarrollan aquí- lo colocan en jaque, lo obligan a sostenerse a través de la agresión, que se profundiza en la medida que la respuesta no aparece -qué es ser un padre, qué es ser un marido, qué es ser un hombre, quien soy-, el insulto se vuelve cotidiano, el golpe y la rabia moneda corriente, la idea del suicidio se patentiza con más fuerza, la vida se torna puro acto, la pulsión de muerte aflora con todo su silencio, en este punto sin retorno, se cae, arrojándose y separándose radicalmente del gran Otro, con el último de los actos, el más radical, el asesinato de la mujer y/o los hijos o el suicidio, cuando la mujer lo abandona, se sale del juego.
Se atraviesa brutalmente el fantasma, en esta escena cuando es llamado a jugar un papel donde no encuentra significante, se desestabiliza, la estructura subjetiva queda cuestionada, desarticulada y cae. La escena fantasmática no sostiene al sujeto agresor cuestionado en su ser. Ante la pregunta de ¿quién es, es un padre, un marido, un hombre? que le formula el otro, el sujeto se encuentra sin respuesta y cae fuera de la escena identificándose a ese objeto de desecho.
El sujeto que maltrata a su familia, no encuentra esa identificación significante que le permita quedar enmarcado en esa escena de marido o padre y radicalmente cae afuera, y esto es lo que sucede con este sujeto, llamado a ocupar un lugar en la escena que no puede representar. Como no dispone de significantes, para sostenerse allí, es arrojado al acto violento, perdiendo la escena y la relación con el Otro, ya que en este pasaje al acto como se describió anteriormente, hay una radical separación al Otro.
El hombre golpeador no se encuentra -para asumir ciertos papeles, que no puede realizar- enmarcado dentro de la estructura de ficción que es el fantasma, por lo que queda arrojado en lo real, desestabilizado, responde de la única forma que puede, con el pasaje al acto.
Un sujeto convocado, demandado por el otro a ser marido, a ser padre y que no encuentra respuesta que brindar, sólo el acto violento hacia aquellos seres que evidencian su hiancia, su mujer y sus hijos, ellos que demandan a ese sujeto que ocupe un lugar, que tiene impedido, se convierten en objetos peligrosos y mortíferos a los cuales el sujeto les dirige su violencia. Como manifestaba Lacan en la cita anterior “¿De qué lado es visto ese dejar caer?. Precisamente, del lado del sujeto….El sujeto por así decir, se precipita desde allí de donde está, desde el lugar de la escena donde sólo puede mantenerse como sujeto fundamentalmente historizado: tal es la estructura misma del pasaje al acto”. “No sé, me pierdo, miré a mi hijo cuando nació, y tuve una sensación en el cuerpo de desolación, no pude dormir esa noche, me sentía muerto, fue como que el verlo me hubiera matado”, me manifestó Carlos al nacer su primer hijo a quien luego de un prolongado análisis reconoció y dio su apellido.
Ante esta escena familiar, el sujeto se ve compelido a repetir el acto violento para sostenerse, para no morirse, repite más allá del principio del placer, acto que es pura y silenciosa pulsión de muerte, repetición pulsional mortífera, fatal para toda la familia.
El pasaje al acto se produce por la imposibilidad de dar respuesta ante la preguntas de ¿quién soy?, este interrogante que surge ante los cuestionamientos de ser padre y esposo; producen su caída. Esta pregunta queda fuera de todo sentido para el sujeto, el pasaje al acto aquí sustituye a la respuesta simbólica mediatizadora que falta y entraña una disolución del sujeto quedando como puro desecho.
Un hombre, un padre, un vacio, una historia
¿Qué pasa con los hombres agresores de su familia, que los lleva a humillar, insultar y golpear a sus seres más cercanos? ¿Qué los empuja a repetir este acto?, ¿Por qué el acto violento se expresa únicamente dentro de la familia? A partir de este momento estas preguntas se pueden resumir en un interrogante ¿Por qué el lugar de padre, marido, de hombre están vacíos, sin huellas, son la nada misma para ese sujeto?.
En el análisis de la mayoría de los casos, se encuentra una historia trágica y particular, con matices diferentes, pero con la misma marca, que tiene que ver con el lugar que tiene ese niño en el deseo de los padres. Guibelalde nos dice que “El verdadero tiempo del niño se sitúa diferido respecto del tiempo de la concepción, que el tiempo del niño, se halla vinculado al lugar que sus padres finalmente generen para recibirlo.”. El psicoanálisis ha demostrado que el sujeto nace en la medida en que es deseado, esperado, hablado, más allá de la concepción, un sujeto nace antes de ser concebido, porque ya está en el discurso de los padres, tiene un lugar en el seno familiar, el niño no nace como sujeto humano en el momento de ser parido, sino que se funda a partir del lugar y la acogida en el deseo que le brindan los padres, y ya Lacan nos detalló claramente diversas formas en que este deseo de los padres hacen mella en el pequeño cuerpo del niño.
¿Qué sucede cuando este niño no tiene lugar ni cabida en el deseo de uno de sus padres? Bernald This se pregunta “¿Qué importancia tiene para el niño el haber sido deseado?” Lacan nos marca en sus conferencias en Ginebra sobre el síntoma “Sabemos muy bien en el análisis, la importancia que tuvo para un sujeto, vale decir, aquello que en ese entonces no era absolutamente nada, la manera en que fue deseado. Hay gente que vive bajo el efecto, que durará largo tiempo en sus vidas, bajo el efecto del hecho de que uno de los dos padres -no preciso cual de ellos- no lo deseó. Este es verdaderamente el texto de nuestra experiencia cotidiana.” Lacan marca los avatares del deseo y la simbolización en el sujeto que lo determina en un lugar, en la historia familiar, a través del atravesamiento del complejo de Edipo, de la aceptación de la castración, atravesamiento que va a estar determinado por el deseo de la madre, el nombre del padre, el falo, la metáfora paterna, etc., es decir, como se constituye este niño en la economía del deseo de los padres.
¿Qué sucede cuando este niño no es deseado, cuando no hay lugar para él en la historia familiar, cuando no se nombra o se lo nombra como desecho?
“Los padres modelan al sujeto en esa función que titulé como simbolismo. Lo que quiere decir, estrictamente, no es que el niño sea el principio de un símbolo, sino que la manera en que le ha sido instalado un modo de hablar, no puede sino llevar la marca del modo bajo el cual lo aceptaron los padres. Sé muy bien que esto presenta toda suerte de variaciones y de aventuras. Incluso un niño no deseado, en nombre de un no sé qué que surge de sus primeros bullicios, puede ser mejor acogido más tarde. Esto no impide que algo conserve la marca del hecho de que el deseo no existía antes de cierta fecha.”. Se observa en la mayoría de hombres agresores, que ellos como hijos, no han tenido cabida en el deseo de uno de los padres o de ambos, pero indefectiblemente es el padre quien no desea al niño, o mejor dicho el no deseo de aquel que cumple la función del padre, es el mismo padre el que no le da cabida en su seno, el niño no sólo no tiene lugar en el deseo de su padre, sino que además es expulsado, es negado como hijo y colocado en el lugar de nada, “No servís para nada” es la frase dicha por el padre que queda grabada en el recuerdo de muchos hombres agresores, como me lo describía Carlos: “Mi papá no me soportaba, nada hacía bien, cuando llegaba era seguro que me iba a pegar, siempre me decía que no era su hijo, que era un inútil”.
El padre coloca al niño en posición de negatividad, “No sos mi hijo, no sos nadie”, simbolizan la lengua del padre, que denigra y excluye al niño de toda nominación en el linaje familiar y donde la madre acata esta palabra. Generalmente estas conciben un hijo para darlo al padre, para darle un orgullo, un hijo entregado a un padre que lo rechaza.
La posición y el mensaje que se le envía al niño, es fundamental y no las circunstancias, es decir un niño puede ser golpeado por desobedecer, para exigirle perfección, por diversión, por existir y el mensaje enviado a través del golpe, es recibido de forma distinta por el niño y determinan consecuencias muy distintas: para ejemplificar esta cuestión, supongamos una madre que dice a su hijo “te quiero”, esta frase en sí no significa nada, si no se tiene en cuenta, desde que lugar se dice esto, puede ser desde una frialdad absoluta, desde la burla, desde la ternura, etc.; el lugar de esta madre, donde se sitúa para enviar este mensaje significante detrás de la frase “te quiero”, determina el verdadero significado y sentido, es decir lo importante es el lugar desde donde el Otro envía su mensaje al niño. En estos niños el mensaje es de rechazo, se los golpea, porque hacen las cosas bien, porque las hacen mal, porque respiran.
Además hay que tener en cuenta que hay muchas formas de rechazo y de no deseo, más allá del maltrato físico, hay muchos casos de hombres agresores que nunca habían sido agredidos físicamente, pero si de otros modos, como por la palabra. Dice en una sesión Fernando “Mi padre no me pegaba, de eso no me puedo quejar, pero me trataba como el hijo de Rita que era nuestra perra, decía que yo era su hijo y cuando se enojaba me mandaba a comer al lado de ella, en el barrio me decían el hijo de Rita, mi padre nunca me nombraba como su hijo cuando me presentaba a gente, les decía: este él que ves es el cachorro de mi perra.” designio fuera de la familia, sin lugar en el seno de la historia familiar, sin el apellido que lo convoque como hijo de tal familia, Marcos describe al recordar su relación con su padre: “Mi papá me ignoraba, yo le hablaba y él no me pescaba, no me veía, hacía como que yo no existía, me daba mucha angustia y lloraba y le gritaba, pero el seguía sin verme, a veces pasaban días o semanas donde él no me hablaba, ni miraba, ni nada, yo no existía, le gritaba al lado, pero nada, después me resigné y ya no trataba de hacer nada para que me pescara, yo también hacía como que no era nadie y me la pasaba en el rincón”, las formas de rechazo y maltrato de un hijo son múltiples y variadas, el abandono en un baldío, el golpe, la palabra, el ignorar su presencia, etc. Formas de expulsar al niño de la familia, a pesar que el niño esté en casa, es ignorado, es rechazado, no historizado en el linaje familiar. El no deseo del padre como se ve, se expresa en el no ser reconocido, en no tener lugar en el seno familiar.
El Otro envía un mensaje de rechazo total, un corte radical contra este niño, se lo niega en el linaje simbólico y es colocado en un lugar de desecho.
La posición de este padre no es de ausente, ni es la posición de aquel padre tirano que es la ley y hay que obedecerlo para ser acogido, porque haga lo que haga este niño jamás será deseado ni aceptado: “Mi papá nunca me pegó, siempre lo obedecí, como mi mamá, pero él siempre estaba insatisfecho y molesto con todo lo que hacía, a veces me decía que dudaba que fuera su hijo, que era un inservible”, me manifiesta otro hombre agresor.
Un acto que marca a muchos futuros agresores como radicalmente no deseados, es el intento del padre de matarlos, intento frustrado en la mayoría de las veces por las madres. Un paciente me relataba el momento en que el padre intentó quemarlo, a él y a sus hermanos, rociándolos con nafta, en el momento que dormían y fueron salvados por la madre. Este momento vivido por muchos agresores, es el acto más radical donde se expresa el ser nada para el padre. El padre mata al niño, sin matarlo biológicamente, lo mata en el orden simbólico, lo expulsa, lo deja caer, el niño cae como desecho, por ello ante situaciones centrales de sus vidas, como el casarse y el ser padres, produce automáticamente una desestructuración por la imposibilidad de sostenerse en ese lugar, por la imposibilidad de encontrar un referente, un significante que le permita asumir esas funciones y caen identificándose al resto al objeto de desecho, el paso al acto es la única respuesta que les queda, ante la imposibilidad de hacer síntomas, actúan, sujetos que son a partir del acto y por el acto, acto que se vuelve más agresivo y frecuente, repetición del acto hasta la muerte. Poder jugar la función paterna implica el orden simbólico, puesto que es metáfora “La edificación de hombre en padre se realiza al precio de una promoción simbólica”. Promoción simbólica ausente en estos sujetos.
Donald Dutton expresa en su libro sobre el golpeador que “Los principales aportes a la violencia familiar originados en la niñez, son por orden de importancia, sentirse rechazado por el padre, sentir la falta de afecto por el padre, ser maltratado físicamente por el padre, ser insultado por el padre…” más adelante agrega: “A estos niños no se lo castiga por lo que hacen sino por lo que son”, agregaría que son nada.
Los efectos que se desencadenan por la ausencia del deseo del padre, pueden ser varios, pero uno que probablemente se dará es el ser futuros agresores de su propia familia, porque cómo asumir el lugar de esposo, de padre, de trabajador (significantes que impone la cultura como necesarios para ser un hombre), si han sido expulsados, si jamás pudieron simbolizar esos espacios donde se manifiesta el ser masculino.
La pregunta que surge incesantemente tras cada acto, cada golpe, cada abuso, es ¿qué es ser un padre?, ¿qué es ser un hombre?, ¿qué es ser?. El pasaje al acto se produce por la incapacidad de dar respuesta a estas preguntas. El ser puesto en el lugar de esposo o padre, lo coloca en posición de responder a la pregunta de ¿Qué soy? Y para asumirse en estos lugares, para sostenerse como hombre, la única salida que le queda es el paso al acto, es la agresión. La imposibilidad de recibir un significante del Otro que lo nombre, que lo metaforice, lo lleva al paso al acto arrojándolo fuera de la escena de ficción, del fantasma, una defenestración, un salto al vacío, el sujeto queda reducido a un objeto, es una ruptura del fantasma y una expulsión del sujeto, “Se ve desnudado de toda significación simbólica”, los celos desmedidos se dan en estos sujetos, porque la más mínima sospecha de que pueden ser engañados por la mujer, los paraliza, produce el terror angustioso de enfrentarse a la pregunta de que soy.
El pasaje al acto es un modo de revelarse ante el lugar de nada y de rechazo que le da el padre, es una forma, en que el sujeto a través del pasaje al acto trata de constituirse, frente al fracaso del soporte simbólico.
El hombre no maltrata a su mujer por la muy usada problemática de género y de desigualdades de roles, el abuso no es generado por la gastada frase de “la cultura machista”, la causa del maltrato no está dada por las desigualdades entre el hombre y la mujer. No cabe duda que la cultura exige que se demuestre la masculinidad a partir de significantes bien marcados y que denotan claramente las desigualdades sociales y culturales entre los sexos, pero estos no son la causa de la violencia familiar, si bien pueden ser, como desarrollé en los puntos antes mencionados, desencadenantes, precipitantes del acto o agravantes y son estos preceptos culturales, puntos de amarre imaginarios; ya que el hombre agresor no puede responder simbólicamente a estas exigencias, ya que las mismas están vacías de sentido para él, Carlos manifestaba “Yo sé que está mal golpear a la mujer pero no puedo evitarlo, la rabia me invade y haga lo que haga ella me enojo y la golpeo frenéticamente, sé que está mal y nada tiene que ver ella”. El sujeto agresor se identifica imaginariamente a estos preceptos culturales para reconocerse allí como lo que hay que hacer para ser hombre, para poder establecer lazos sociales, preceptos que son vacíos, sin fundamentos –por ejemplo la mujer debe estar en la casa porque así es- se aferran a ellos como salvavidas que le permiten anudar lazos y relacionarse con los otros. Por ello cuando la mujer pone en cuestionamiento estos preceptos, por ejemplo al plantearle al hombre que quiere trabajar; derrumban al sujeto, lo cuestionan en su ser y salta la ventana que Lacan ponía entre lo simbólico y lo real, a través del acto o la amenaza “Si salís a trabajar te mato y no trabajas porque es así”, este cuestionamiento a los preceptos -a los que se encuentra identificado que le brindan una referencia imaginaria sobre como se es- producen un terremoto en su andamiaje. Esa es la relación y función imaginaria que existe entre estos preceptos machistas de la cultura y el sujeto agresor de su familia, es decir esta cultura no es causa del maltrato, sino que está en el entramado del sujeto para sostenerse como hombre, le brinda una respuesta imaginaria, le da un reflejo especular, para responderse a la pregunta de ¿qué soy?, son los mandamientos que le marcan la pauta de cómo se debe ser: los hombres son los que trabajan, los que mandan en la casa, etc.
La violencia no se fundamenta por la socialización masculina, no es un tema de roles aprendidos, la conducta no queda determinada a partir de la identificación imaginaria, a partir del aprendizaje de los papeles sociales o estereotipos de género; más bien la cultura sirve como soporte imaginario, ocupa el lugar donde están ausentes los significantes que lo definen en un linaje y en una historia familiar, allí donde falta la metáfora. El sujeto se aferra a los preceptos culturales de forma especular que le devuelven una imagen una identidad de ser, que el permite mantener lazos y relaciones sociales, endeble, ya que cuando se pone en cuestión se cae este soporte, como por ejemplo cuando es despedido del trabajo, su simiente de identidad –el hombre es el que trabaja y provee a la familia- queda puesta en cuestión produciendo una desestructuración.
Los hombres agresores no desprecian a las mujeres, sino que desprecian su historia, se desprecian a si mismos.
¿Qué salida tiene este niño para no caer, para poder sortear a duras penas esta marca?, lo hace “con la posición subjetiva propia de lo que llamamos el pasaje al acto”.
La única respuesta que puede dar el hombre violento, cuando se enfrenta con estos lugares, que definen el ser humano masculino, y que le devuelven una imagen de vacío, de nada, su única posibilidad de respuesta para no perecer, es el acto violento contra su mujer y/o su hijo, que le reflejan permanentemente eso que no puede ser.
Ser marcados por un nombre negado, no reconocido como tal, no simbolizado: ser hombre violento, un lugar que los lleva a repetir compulsivamente una historia de agresión, algo que no puede pensar y que sólo puede actuar, sentenciándolo a repetir como única posibilidad para poder reconocerse como hombre y ser reconocido como tal: violento y engañado, compulsión a repetir un dolor para sostenerse imaginariamente en un lugar negado, un no lugar dentro de la familia que lo definirá como sujeto “agredido en su cuerpo y en su dignidad de ser humano, porque es castigado por el sólo hecho de haber nacido y por lo que representa para quien lo golpea”, o mejor dicho agredido por lo que no representa.
Por ello sitúo como foco de atención, el lugar dentro de la historia familiar que lleva al sujeto a una encrucijada de violencia y maltrato, he observado que siempre la persona que ejerce violencia en la familia tiene una historia de mal-trato y rechazo -no precisamente física-, como decía Marcos, en una cita anterior, “nunca hubo gritos ni malos entendidos, mi papá nunca me pegó, siempre lo obedecí, como mi mamá, pero él siempre estaba insatisfecho y molesto con todo lo que hacía, a veces me decía que dudaba que fuera su hijo, que era un inservible”, un sujeto que para poder ser reconocido por el padre debía obedecer en todo, pero a pesar de lo que hiciera, nunca era aceptado, es decir hiciera lo que hiciera nunca iba a ser deseado por el padre.
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