PUBLICACIONES DE PSICOANÁLISIS DE ORIENTACIÓN LACANIANA

La segunda muerte y el empuje al goce

A comienzos de los años 70, en una de sus canciones más bellas y conocidas, Joan Manuel Serrat pedía que, cuando la parca fuera a buscarlo, lo enterraran “en las laderas de un monte, más alto que el horizonte, para tener buena vista” de su mar Mediterráneo. Si bien el suyo era un anhelo de fusión con la naturaleza: “mi cuerpo será camino, le daré verde a los pinos y amarillo a la genista”, pedía ser enterrado.

Treinta años después nadie pide ser enterrado. Inclusive muchas personas de ideología conservadora o de religión católica piensan que, tras su muerte, lo mejor es la cremación y que luego sus cenizas sean esparcidas en algún lugar que haya sido significativo durante su vida.
¿Se trata de una nueva “moda” vinculada, en este caso, a la relación con la muerte?

Jacques Lacan distingue lo humano de lo animal a partir de la acción de la palabra y plantea la existencia de una segunda vida y una segunda muerte para el ser humano.
La segunda vida se debe al hecho de que el hombre ha perdido su ser natural por estar atravesado y determinado por el significante, ha perdido la primera vida de la naturaleza pero tiene la segunda vida que le otorga el significante. Se trata de la vida afectada por la palabra y el deseo, que lo hace disfrutar o sufrir por los encuentros o los desencuentros, la vida atravesada por los proyectos o las decepciones. Es la única vida posible.

En relación a la muerte, sólo por el significante el ser humano se puede relacionar con su propia muerte, pensándola. No tiene otra forma de conocerla. El significante que hace posible anticipar la muerte permite también eternizar al sujeto. Éste tiene su muerte natural, orgánica, pero es necesaria una segunda muerte que inscriba su nombre o su legado simbólico. El significante eterniza al sujeto más allá de la muerte del cuerpo, en la memoria de los otros, en su obra, y en algo fundamentalmente humano: la lápida.

El Marqués de Sade, que consagró su vida al goce, no quiso la segunda muerte, pidió que no hubiera un nombre que recordara el lugar donde yacían sus restos. No quería relación con lo simbólico, sólo con el goce. Al contrario que Antígona, que eligió morir ella misma antes que permitir que su hermano no fuera enterrado con la dignidad que merecía.

Parece que vivimos en un mundo más afín a Sade que a Antígona.
Hasta no hace mucho las familias tenían sus lugares para ser enterradas juntas y las personas pagaban en vida su lugar para la muerte. Hoy en día se invierte el dinero en una casa para las vacaciones más que en un panteón familiar. El signo de los tiempos ha cambiado, hay un empuje a la vida más que a la trascendencia. “¡A vivir, que son dos días!” es una frase que expresa bien este espíritu.
El mundo moderno, que privilegia el goce en detrimento de lo que concierne a la dimensión simbólica, se manifiesta también en este punto. Ya no es tan importante perdurar, se trata de vivir, y cuando la vida se acabe, que los restos se esparzan por el aire, en una vuelta a la naturaleza.
¿Por qué el hombre actual no quiere la segunda muerte? Se trata de otra manifestación de los efectos del discurso capitalista. Este discurso, según el desarrollo que hace Jacques Lacan, rechaza la castración y, por lo tanto, no pone ningún límite al goce. Lo propio de la castración es una pérdida de goce que permite la constitución del deseo. El discurso capitalista, en cambio, se presenta como una circularidad caracterizada por la reapropiación constante del goce bajo la forma de la relación con el objeto tecnológico. Este empuje al goce supone un desmentido de la castración y también de la muerte. En la aspiración a la fusión con la naturaleza se esconde este intento de negar la muerte.
En el polo opuesto a lo que estamos comentando se sitúa lo que ocurre en los casos de desaparición de personas. Cuando éstas son arrancadas por la fuerza de su hogar y asesinadas no se sabe cuándo ni dónde, los familiares luchan con denuedo por recuperar sus restos y darles la segunda muerte que merecen, la muerte propia del ser humano, la que tiene una inscripción simbólica.
“¡Qué solos se quedan los muertos!” exclamaba Gustavo A. Bécquer en una de sus rimas. Si el hombre actual apuesta por lo fugaz de la vida y quiere consumirse gozándola, los muertos ya no se quedarán solos porque, como en la canción de Serrat, se trasmutarán en camino, en color, y ya nada los recordará para las generaciones venideras.

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