PUBLICACIONES DE PSICOANÁLISIS DE ORIENTACIÓN LACANIANA

Seminario La Ética de Lacan

SEMINARIO DEL CAMPO FREUDIANO EN EL INSTITUTO FRANCÉS REUNIÓN DEL 28 DE MAYO DE 2005

Seminario “La ética del psicoanálisis” de Jacques Lacan La esencia de la tragedia (capítulos XIX, XX y XXI)

Lacan escribió en una ocasión que los modernos han perdido el sentido de la tragedia. Es una afirmación que pretende subrayar una característica dominante de la civilización moderna: su distancia cada vez mayor con respecto a la verdad. Vivimos una época que Lacan supo vislumbrar con mucha claridad, una época de la cual también podríamos afirmar que ha perdido el sentido de la verdad, en beneficio de la satisfacción. Para el psicoanálisis, es fundamental mantener esta distinción entre verdad y satisfacción, incluso en esta época en la que la satisfacción se ha convertido en la única verdad. Lacan dijo de la verdad que era la hermanita del goce (una expresión muy curiosa, teniendo en cuenta que hoy hablaremos de una hermanita especial), mostrando que existe entre ambos términos un parentesco, pero sigue siendo importante conservar la diferencia. La orientación del psicoanálisis hacia lo real no es indiferente ni insensible a la verdad, y posiblemente sea en la articulación entre verdad y real donde la ética del psicoanálisis encuentra su sesgo particular.

Es por eso que al psicoanálisis le es esencial el saber siempre vigente que subyace en la tragedia. Porque la tragedia nos enseña que la condición humana no es feliz, a diferencia de lo que el discurso contemporáneo postula: la felicidad como regla universal, versus la infelicidad como contingencia a suprimir. Para el discurso contemporáneo, todo aquello que se opone al principio del placer es un error, una desviación, un accidente en el programa universal de la felicidad. En cambio la tragedia nos muestra otra cosa, nos muestra algo que tal vez no se haya perdido por completo, puesto que si después de tantos siglos todavía hoy somos capaces de estremecernos cuando asistimos a la representación de una tragedia, o leemos alguna de las tragedias clásicas y eternas, es por que en el fondo de nosotros mismos, a pesar de todo, todavía perdura una cierta sensibilidad, una cierta emoción ante la verdad.

La tragedia es el antecedente más importante y más profundo del psicoanálisiSigmund Freud estaba destinado a reconocer la anticipación del saber poético, un saber que no estaba engañado por los ideales de la completud, la armonía o la felicidad. El poeta trágico es aquel que desde siempre ha sabido mostrar la desgarradura de la condición humana, el dolor de existir, la enfermedad incurable de la vida. En la tragedia, Freud encontró el garante de muchos de sus descubrimientos, y es por ese motivo que, a pesar de su racionalismo y su amor por la ciencia, el espíritu de Freud es poético y no científico.

Naturalmente, todo esto no significa que el psicoanálisis abogue por un sentido trágico de la vida, ni que encuentre en la tragedia un modelo para pensar la cura y su fin, aún cuando en este seminario tengamos la sensación de que por momentos Lacan está verdaderamente fascinado por el sentido trágico. Pero sin la tragedia, el psicoanálisis hubiera sido una psicología más, es decir, una modalidad más del discurso de la estupidez.

Son muchos los pensadores que han estudiado la figura de Antígona. George Steiner, en su ensayo titulado Antígonas”, hace un recorrido bastante exhaustivo sobre los grandes filósofos que se ocuparon del tema, como Hegel, Kierkegaard y Heidegger, o poetas como Hölderling y Goethe.

Steiner nos enseña que la Antígona de Sófocles tuvo su máximo estrellato después de la Revolución Francesa, y duró hasta 1900, fecha en la que Freud escribe por primera vez sobre Edipo en la Interpretación de los Sueños. Es interesante cómo, a partir de Freud, Edipo eclipsa a Antígona en el interés de los intelectualeSigmund Freud no se ocupó de Antígona, ni ningún otro psicoanalista, hasta que Lacan la retoma en este seminario, sumándose en parte a una línea tradicional sobre la interrogación acerca de la ética, puesto que Antígona ha representado desde siempre el paradigma del conflicto ético existente entre el sujeto particular y la ley social. Como lo señala el propio Lacan, “¿Quién no es capaz de evocar a Antígona ante cualquier conflicto que nos desgarra en nuestra relación con una ley que se presenta en nombre de la comunidad como una ley justa?”

¿Por qué la Revolución Francesa dio lugar a una elevada admiración hacia esta tragedia de Sófocles? Porque a partir e ese momento histórico, una nueva concepción de la esencia humana comienza a expandirse, una concepción que otorga lugar a lo personal, a lo íntimo, al Hombre no en tanto ente abstracto en el conjunto de la historia, sino al Hombre como ser individual, protagonista de los sucesos revolucionarios. En ese sentido, Antígona ha representado la dialéctica entre lo íntimo y lo público, entre lo doméstico y lo cívico. Entre lo femenino y lo masculino, podríamos agregar nosotros, siguiendo las consideraciones que hace Freud en Psicología de las masas acerca del papel centrípeto de la mujer respecto a la familia versus la conducta centrífuga del varón.

Obviamente, no podemos dejar de lado el hecho de que la obra pone de manifiesto al papel de la mujer, un papel que a partir de la Revolución Francesa comenzó a ser motivo de reconocimiento y exaltación, puramente abstracto, por supuesto, porque en la práctica las mujeres siguieron relegadas al puesto que habían tenido durante toda la historia, y fue necesario en primer lugar el marxismo, que las homologó a los hombres, y en segundo lugar el psicoanálisis, que les devolvió una especificidad, para que el estatus de la mujer pudiera cambiar de verdad.

Pero como lo hace notar Hegel en sus comentarios sobre Antígona en La fenomenología del espíritu, y conviene releer al respecto el ensayo de Jorge Alemán titulado “Los nombres de lo irreductible” en su libro La experiencia del fin, lo que se destaca en la obra es más el carácter de hermana que de mujer. Hegel pretendió hallar en la figura de la hermana, de la que Antígona es una expresión absoluta, el prototipo de un sentido ético. Hegel creía que la relación entre hermanos estaba limpia de apetencias recíprocas, que el amor fraterno era un amor puro, un amor que no está contaminado por los extravíos de la sexualidad. El idealismo romántico convirtió la relación entre hermanos de distinto sexo en el modelo de la relación de objeto, en el remedio a la división subjetiva.

Hegel se vale de Antígona para mostrar la polaridad dialéctica entre dos principios que configuran el mundo legal y ético: la ley humana y la ley divina, cada una de las cuales representa una posición unilateral y parcial que debe ser superada para lograr una solución integradora. Antígona es para Hegel un excelente ejemplo de colisión trágica, en la que puede rescatarse algo positivo en ambas partes, tanto en la protagonista como en Creonte, quienes representan intereses opuestos y que contienen aspectos válidos. Para Hegel, el hecho de que nuestra empatía se incline preferentemente hacia Antígona no significa que su posición sea irreprochable, así como debemos comprender que existen razones válidas en la actitud irreconciliable de Creonte.

Las dos leyes que se contraponen, para decirlo rápidamente, dado que lo que nos interesa es acercarnos poco a poco al interés que todo esto tiene para el psicoanálisis, son en definitiva dos lógicas diferentes que de algún modo se confunden, al menos en una lectura inmediata, con la posición masculina y la posición femenina, la primera basada en la pretensión de la ley como universal, y la segunda afirmando que la ley no puede decirlo todo. Insisto, en una lectura rápida podríamos pensar que Hegel, al mostrar los dos principios dialécticos que se ponen en juego en la obra como manifestaciones de lo masculino y lo femenino, se aproximaría al punto de vista psicoanalítico. Pero ya veremos cómo Lacan extrae una conclusión diferente.

Hegel considera que el edicto de Creonte es un castigo político, mientras que Antígona lo denuncia como un crimen ontológico. Para ella, la culpabilidad de su hermano, como traidor de la comunidad a la que pertenece, no tiene ninguna relevancia comparado con el ser singular e irremplazable de Polinices. Pero aunque Hegel se muestra fascinado por Antígona, sostiene en todo momento que entre los dos personajes de la tragedia existe una paridad, en tanto cada uno de ellos encarna un principio ético diferente, pero de los que no cabe decir que uno sea superior al otro.

Lo más importante de la lectura de Lacan, quien como todos sabemos se inspiró en muchas ocasiones en la lectura de Hegel vía Kojeve, que es una lectura posible pero no la única, por supuesto, es que en esta ocasión tiene una necesidad explícita de separarse de Hegel. A Lacan no le interesa ya más la perspectiva del modelo dialéctico, que sin duda le sirvió en años anteriores para pensar algunos conceptos del psicoanálisis (por ejemplo, en una época la transferencia), y por lo tanto va a poner el acento en un sólo personaje. No existe en la obra , nos dice, la más mínima huella de un debate dialéctico, y mucho menos la perspectiva de una superación. Volviendo a lo que comentaba al principio, si Freud se interesó en la tragedia, y en ello Lacan es freudiano al cien por ciento, es porque la tragedia no nos promete la reconciliación del conflicto, ni la superación de nada.

Por otra parte, hay también algo extraordinariamente curioso en la lectura de Lacan, una verdadera paradoja, que consiste en el desinterés que Lacan tiene , al menos en casi la totalidad de estos tres capítulos, respecto a la cuestión de la diferencia sexual. Lacan no aborda su interpretación de la obra como si Antígona y Creonte representasen lo que más tarde sería su célebre tesis de la inexistencia de la relación sexual. Desde luego, podríamos verlo de este modo: el desencuentro eterno y estructural entre los sexos. En cambio el silencio de Lacan sobre la cuestión sexual nos remite al hecho de que tanto Creonte como Antígona están situados en un destino que los lleva a cada uno de ellos más allá del falo, y por ende más allá del principio del placer. La insistencia permanente de Lacan en el hecho de que Antígona ha franqueado un límite, (ese término Até que se repite casi todo el tiempo en el comentario) nos remite a esa zona más allá de lo visible y de lo especular, ese reino de la Cosa, das Ding, que escapa a la diferencia sexual.

En esta ocasión, Lacan rescata más bien la lectura de Goethe, y podríamos decir que la lectura de Goethe (no en vano, al igual que Freud, era médico, además de poeta) es una lectura mucho más clínica que la de Hegel. Goethe le critica a Hegel fundamentalmente dos cosas: 1) Mientras Hegel piensa que Creonte actúa motivado en una moral que privilegia el deber público, Goethe es mucho más analítico, y afirma que la conducta de Creonte se basa en el odio y constituye un crimen político. Como lo expresa Lacan, siguiendo la pista goethiana, “Creonte, impulsado por su deseo, se sale manifiestamente de su camino y busca romper la barrera apuntando a su enemigo Polinices más allá de los límites (una vez más la cuestión del límite) dentro de los que le está permitido alcanzarle: quiere asestarle esa segunda muerte que no tiene ningún derecho a infligirle.” (p. 306)

En su Seminario I, Los escritos técnicos de Freud, encuentro esta cita que nos muestra hasta qué punto Lacan tenía ya algunos años antes esta idea de la segunda muerte: “El odio no se satisface con la desaparición del adversario. Si el amor aspira al desarrollo del ser del otro, el odio aspira a su contrario: a su envilecimiento, su pérdida, su desviación, su delirio, su negación total, su subversión. En este sentido el odio, como el amor, es una carrera sin fin.” Creo que es una frase magnífica, que se aplica muy bien al contexto que estamos trabajando.

El tema de la segunda muerte es central en el análisis que Lacan hace de la obra. Si el significante hace que el sujeto juegue la partida como muerto, siguiendo la lógica del concepto como asesinato de la cosa, también es verdad que por la misma lógica el significante instituye el único modo posible de inmortalidad. Un cuerpo puede morir, podemos acabar con un cuerpo, pero el sujeto puede subsistir en su inscripción, de allí que la sepultura y sus ritos rindan a la vez tributo a la muerte y a la inmortalidad. Pero existe una forma de infligir una segunda muerte, despojando al sujeto de su representación simbólica, borrándolo de su posibilidad de continuar existiendo en la cadena histórica. Esta reduplicación de la muerte añade la desaparición del ser a la del ente.

No olvidemos que en la última parte de este seminario Lacan está intentando articular algunas conclusiones sobre la finalidad de la experiencia analítica, y la ética que debe regirla. Le interesa esa topología tan particular que vemos dibujarse en la obra, ese contrapunto entre la falta de entierro de un cuerpo muerto y el entierro de un cuerpo vivo. Ese lugar intermedio entre la vida y la muerte, en el que Antígona está situada, es lo que atrae la atención de Lacan. Digamos, al pasar, que se trata de una de las primeras aproximaciones a esta problemática que ocupará a Lacan en los años posteriores, la relación del significante y el cuerpo, de la acción mortificante del lenguaje en lo vivo del cuerpo.

Aquí, este binomio significante y cuerpo se presenta bajo la forma de la primera y la segunda muerte, del sujeto representado en la cadena significante, y ese más allá de su representación que nos remite a la topología de la pulsión. Lo que podemos extraer para las consideraciones sobre el final del análisis, es que Antígona, al igual que Edipo en Colona, se interna en una intersección entre la vida y la muerte, un espacio que es a la vez interior y exterior a lo simbólico, un espacio en el que adivinamos esa experiencia que algunos años más tarde, hacia el final de su Seminario XI sobre los cuatro conceptos fundamentales, Lacan nombrará como “vivir la pulsión”. Recordemos que en su seminario II, Lacan había hecho observaciones sobre Edipo en Colona que coinciden en muchos aspectos con su análisis sobre Antígona. Cuando al final de la obra Edipo penetra en el recinto sagrado de las Euménides, un sitio donde la palabra está prohibida, Lacan sugiere que siempre existe un sitio donde las palabras se detienen, para que puedan subsistir. Una vez más encontramos esta topología de un interior a lo simbólico, que es a la vez exterior, y también Edipo, como Antígona “presentifica la conjunción de la muerte y la vida”. También resulta interesante la síntesis que Lacan hace de esta obra Edipo en Colona, que me parece que resume de modo magistral el punto de vista que Lacan tiene sobre la tragedia: “el drama esencial del destino, la ausencia absoluta de caridad, de fraternidad, de nada que tenga relación con lo que llamamos sentimientos humanos”.

El otro aspecto que Lacan opone a Hegel, es el modo de considerar la temática del amor de la hermana. En este punto también se apoya en una observación de Goethe, una observación que bajo el ojo de Lacan se convierte en un síntoma. A propósito de los versos en los que Antígona asegura que su hermano es lo único insustituible que existe en la vida, Goethe parece experimentar una especie de repugnancia, y prefiere creer que se trata de versos apócrifos, añadidos con posterioridad a la obra. ¿Por qué motivo Goethe rechaza de forma tan tajante esta confesión de Antígona? ¿No debemos ver, según la lógica analítica, que este rechazo es el signo de una represión? Y si así fuese, ¿qué es aquello que Goethe se resiste a admitir? Sin duda, el estatuto que el hermano tiene para Antígona como objeto, y el modo de lazo que lo une a él.

¿Qué es lo que Antígona argumenta? “Mi hermano es lo que es, y porque es lo que es, avanzo hacia ese límite fatal”. Si recordamos brevemente lo que el psicoanálisis nos enseña como verdad primera respecto al objeto, es que nada puede predicarse sobre él si no admitimos la falta como punto de partida. Es lo que nos permite entender la paradoja de que respecto a la pulsión Freud afirme al mismo tiempo que no posee un objeto, y que el objeto sea una de las cuatro partes en las que se divide el montaje de la pulsión. Esta cuestión fue inicialmente reelaborada por Lacan en base a las operaciones de la metáfora y la metonimia. El objeto es por una parte metafórico, en la medida en que siempre se trata de un objeto que se busca en el lugar de un objeto perdido. Por otra parte, también tenemos que considerar que el objeto tienen una dimensión metonímica, ya que el deseo lo circunda en su deslizamiento por la cadena significante, sin poderlo alcanzar jamás. Por lo tanto, el objeto del que el psicoanálisis se ocupa, o al menos el objeto dentro del marco de la neurosis y la perversión, es un objeto que siempre está desviado, trasmutado, sustituido, desplazado, perdido, respecto del deseo. Lo interesante en el caso de Antígona es que su adherencia, su fijación inmutable a un objeto que no parece admitir ni la metáfora ni la metonimia, ni la sustitución ni el desplazamiento, posee un rasgo de certeza que lo inclina a Lacan a calificar el deseo de la protagonista como un deseo puro, un deseo que está por fuera de cualquier dialéctica, un deseo que pone un término a aquello que podemos extrapolar de la experiencia de Antígona con respecto a la experiencia de un análisis. Si algo podemos adelantar de la posición de Antígona tal como Lacan la considera, es que más allá de la justicia de su reivindicación vemos despuntar una modalidad de goce que se opone radicalmente a la castración. Lacan inaugura una nueva forma de mirar esta obra de Sófocles, que a diferencia de lo que postulaba Hegel, ilustra la superación de la concepción dialéctica, incluso la superación de la dialéctica como recurso teórico del que el propio Lacan alguna vez se supo valer.

Para entender un poco mejor esta referencia de Lacan a la pureza del deseo de Antígona, debemos considerar la importancia que Lacan le confiere a la belleza de Antígona, pero teniendo en cuenta que la belleza, tal como lo hemos leído en los capítulos anteriores, no nos reenvía a una estética del placer. La belleza es considerada como algo que se asemeja a la función del losange en la lógica del fantasma: un elemento que a la vez conecta y separa. ¿Qué cosa? Al sujeto con el más allá de lo simbólico, al sujeto con la zona donde ya no rigen ni el temor ni la piedad. El brillo de la belleza, es el resplandor que a la vez ciega e ilumina la relación del sujeto con el destino, como figura de la repetición. La belleza no es en este caso una propiedad imaginaria, no pertenece al orden del estadío del espejo, sino una forma que se encuentra en la intersección de lo imaginario con lo real, lo que más tarde en el nudo borromeo se corresponde con el goce del Otro. La belleza, tal como aquí es elaborada, presenta también una cierta conexión con la función de la angustia, en tanto señal de un deseo que se confunde con el goce. Del mismo modo que la angustia es señal de lo real, la belleza es definida aquí como una barrera que detiene al sujeto ante el campo innombrable del goce radical y destructivo. Es la última barrera, por lo tanto es también lo que más nos aproxima a ese goce. En palabras de Lacan, “nos detiene pero al mismo tiempo nos indica en qué dirección se encuentra el campo de la destrucción”. El deslumbramiento de la belleza produce a la vez un efecto de ceguera y de despertar a lo real, advirtiéndonos que más allá hay algo que no puede ser mirado. La belleza no sólo de Antígona, sino de la tragedia misma como creación artística, reside en este poder para evocar la relación del hombre con la Cosa, con un bien que se aparta de toda concepción ética del placer y el bienestar.

Volvamos a la expresión “deseo puro”. Hemos dicho que el deseo de Antígona, a pesar de su carácter decidido, no puede confundirse con el deseo que, en cierto momento de la concepción que Lacan tiene de la cura, debe ser promovido por la experiencia de un análisis. Ciertamente, no resulta fácil distinguir ambos deseos, porque es el propio Lacan quien en en este seminario sobre la ética propone una fórmula que se enuncia como “no retroceder frente al deseo”. ¿No podríamos, finalmente, considerar a Antígona como la figura ética por antonomasia, la del sujeto que liberado mediante el análisis de las ataduras de su fantasma se afirma en la certidumbre de su deseo? ¿No sería acaso el neurótico, frente al coraje de Antígona , el representante de esa cobardía moral, de ese retroceso frente al deseo que, según Lacan, es lo único que justifica el sentimiento de culpabilidad? Como ven, son preguntas que conviene plantearse con cuidado, y no creo que pueda responder a ellas con la profundidad que merecen. Pero me permitiré establecer algunas reflexiones que nos ayuden a pensar estos diversos problemas que surgen a partir de la expresión “deseo puro”.

Como ustedes bien saben, Lacan retomó unos años después esta expresión, en su seminario Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis. Se refirió, en el capítulo XX de ese libro, a la ley moral de Kant calificándola también como un deseo puro, un deseo total y absolutamente separado del amor, y que “desemboca en el sacrificio, propiamente dicho, de todo objeto de amor en su humana ternura. Y lo digo muy claro, continúa Lacan, desemboca no sólo en el rechazo del objeto patológico, sino también en su sacrificio y su asesinato. Por eso escribí Kant con Sade.” Podemos rápidamente, a luz de lo que estamos trabajando, reconocer sin dificultades en estas frases la posición de Creonte. Está claro que, en el extremo opuesto, tenemos el deseo del analista, que finalmente es el deseo del analizante cuando se ha logrado depurarlo de su alienación fantasmática, y que Lacan define unas líneas más abajo como “el deseo de obtener la diferencia absoluta”, es decir, no la diferencia en términos fálicos (tener o no tener el falo), la diferencia relativa, sino la diferencia que hace a la singularidad irrepetible de un sujeto, la diferencia que no se obtiene por comparación, sino que remite a lo unario del goce.

¿Pero cómo pensar que el deseo de Antígona también participe de la misma lógica de la aniquilación que el de Creonte, de la ley moral de Kant, o incluso de la ciencia, a la que también podemos considerar como encarnación de un deseo puro, en tanto forclusión de la causa del deseo? Creo que una manera de contestar a este interrogante, es la frase de Lacan que también encontramos en este seminario XI: “El amor, que en opinión de algunos hemos querido degradar, sólo puede postularse en ese más allá donde, para empezar, renuncia a su objeto”. ¿Qué significa esta idea de que la condición primera del amor sea la renuncia a su objeto? Tenemos un principio de respuesta si volvemos a Antígona, y su peculiar adhesión a su hermano. Ella es, por el contrario, el ejemplo de un amor que no ha renunciado a su objeto, y que rechaza de forma rotunda cualquier negociación al respecto. Más allá de lo que nos conmueve en la reivindicación de justicia que lleva a Antígona de forma decidida hacia la muerte, ¿qué clase de amor la mueve?

Retornando entonces al seminario de la ética, nos dejamos sorprender una vez más por el texto de Lacan, quien en el último instante da un giro inesperado en su análisis. Hasta este momento había establecido la posición subjetiva y la conducta de Antígona como un deseo que, en última instancia, se vuelve equivalente a una voluntad de goce, un deseo de muerte. Pero en la página 339 nos encontramos con una consideración diferente. No es la decisión de Antígona lo que está en juego, no es exactamente la certeza de su decisión. Contra lo que había afirmado anteriormente, Lacan nos sugiere ahora que ella está metida en todo ese asunto “a su pesar”. Es decir, que su deseo es en última instancia el deseo del Otro, el deseo de la madre, que es “el origen de todo”. Claro que en este caso se trata de un deseo, el de Yocasta, que Lacan califica como “criminal”, un deseo sin mediación, sin apelación, que finalmente encarna la destrucción absoluta del deseo. Víctima asumida de ese deseo, Antígona elige ser “la guardiana del ser del criminal como tal”, la encarnación de ese destino desgraciado. Imposible, pues, separar el deseo puro de Antígona del deseo criminal de la madre, que ha “contagiado”, por decirlo de algún modo, el lazo libidinal de la protagonista con su hermano.

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