Para ilustrar el tipo de problemas que debemos afrontar en esta nuestra época permítanme hablarles de María y de Sergio.
«Yo soy»
María Patino es, o para ser más precisos fue, una campeona de carreras atléticas que representó a su país, España, en los Juegos olímpicos de 1988. Llevada por el entusiasmo y la excitación de los preparativos, olvidó presentar ante el Comité olímpico internacional su certificado de feminidad. Con anterioridad a la competición recibió la indicación, como tantas otras, de que debía pasar por la oficina principal a fin de que le extrajeran varias células de la parte interna de su mejilla.
Desde 1968 las quejas de las concursantes fueron en aumento por considerar humillante que tuvieran que permanecer desnudas y en pie ante un comité examinador. Así, cuando el test del ADN tomó una mayor difusión en 1989. el Comité olímpico internacional decidió reemplazar el examen visual por pruebas más modernas y científicas. Horas después de someterse a la prueba, María fue llamada par realizarle un segundo test y cuando ya se preparaba para iniciar su primera carrera fue abordada por funcionarios que le comunicaron que no había superado la prueba sobre el sexo.
Quizás tenía el aspecto de una mujer, su fuerza, y nadie hubiera supuesto que no lo era, pero el test había revelado que las células de María Patino contenían un cromosoma Y, de acuerdo con la definición del Comité olímpico internacional no era una mujer.
Se la obligó a retirarse del equipo español, se le prohibió participar en las competiciones a partir de ese momento y se retiraron los trofeos que había ganado. Su novio la dejó y tuvo que apañárselas para hacer otras cosas en la vida.
«Fui excluida del mundo, como si no hubiera existido jamás. He consagrado veinte años de mi vida al deporte.»
Esta historia fue contada por Anne Fausto-Slerling en las primeras páginas de su libro Sexing the body: gender politics and the construcción of sexuality y. sirvió de argumento para demostrar que el sexo de un cuerpo es algo muy complejo que no se define en un sentido u otro — se es un hombre o se es una mujer. Uno puede servirse de los conocimiento científicos como ayuda para tomar una decisión, pero es sólo la creencia en el género y no la ciencia la que puede definir el sexo.
La distinción entre sexo y género se convirtió en popularmente conocida gracias a los sexólogos John Money y Anke Ehrhardt que por un lado definieron el sexo según los atributos físicos y su determinación anatómica y fisiológica, y por el otro consideraron que el género es la transformación psicológica del self -la certeza interna de que uno es un hombre o una mujer- y las expresiones del comportamiento que traducen dicha certeza.
Dicho brevemente, se trata de la diferencia entre el sexo, en cuanto algo de lo real y el género como algo que se construye.
La distinción entre sexo y género es considerada por muchos como el hecho más trascendente de las últimas décadas en lo referente a las políticas de discriminación sexual y sus consecuencias se han hecho sentir en la psicología, sociología, política y en la vida cotidiana, pues lo que ha cambiado es la manera de dirigirse los unos a los otros. En EEUU, por ejemplo, y en muchos países de Latinoamérica que pertenecen a su área de influencia, el uso del masculino como genérico tiende a desaparecer por ser políticamente incorrecto. Esto abarca desde las cosas más insignificantes de la vida cotidiana hasta enmiendas a la constitución para que esté dirigida a ciudadanos y ciudadanas. No sé si los psicoanalistas belgas tienen la misma sensibilidad.
A decir verdad, la tesis de Fausto-Sterling va más allá del «sexo y género» porque sugiere la idea de lo que llama «the sexual continuum» que ilustra con la banda de Móbius. En 1993 la autora provocó un verdadero escándalo al proponer reemplazar el sistema de dos sexos por otro que comprendía cinco o seis: hombres, mujeres, herms, merms y ferms.
El caso Patino se cerró dos años y medio después cuando la Federación internacional de atletas amateurs la aceptó como mujer y en 1992 pudo nuevamente formar parte del Equipo olímpico español aunque el Comité olímpico se negó a revisar la exigencia de la prueba del sexo.
«Quiero ser»
Mientras María Patino recorre los palacios de justicia para tratar de demostrar que es una mujer, Sergio, puede dar a conocer su deseo de ser una mujer, o más exactamente, de ser una niña.
Tiene siete años y sus padres lo llevaron a ver a un psicoanalista porque tiene problemas escolares y también porque prefiere jugar con las niñas. A veces dice que es una niña, le gusta limpiar y cocinar, se viste de mujer y se pone pelucas para bailar como Xuxa y para que le miren.
En la soledad del despacho dibuja el jorobado de Notre-Dame y señala con flechas algunas partes del cuerpo que enumera: cabellos violetas, joroba, brazo, «falda de muchacho». En el curso de las sesiones siguientes trae barbies, las viste, las peina y cuenta que, con su abuela, hacen vestidos para las muñecas.
En una ocasión firma un dibujo con su nombre y el apellido de la psicoanalista, Ella le pregunta cómo ha sabido su apellido y responde que su mamá se lo dio. Añade que su mamá se llama G. G. y que su padre no le dio su apellido a su madre, sino que fue su propia madre quien se lo dio.
Un año más tarde su situación escolar había mejorado sensiblemente. En el curso de una sesión construye dos corazones con la masa para modelar y los cuece en el horno como si se tratara de pequeños pasteles.
La psicoanalista hace una alusión a la diferencia de los sexos y él afirma: «Si, yo quiero ser una niña», y añade: «Mi madre tiene tres chicos y quiere una niña». La psicoanalista señala: «Si, tú quieres ser esa niña que le falta a tu mamá.» Él replica: «No, a mi me gustaría ser una niña.» La psicoanalista le dice: «¿Y con tu pirulin, qué harás?» A lo que el niño responde: «Lo escondo o lo corto.»
Dado que se viste de una forma bastante equívoca, la psicoanalista pide que no lleve ropas femeninas. El padre respeta la sugerencia, pero la madre añade siempre algún accesorio femenino: un pequeño collar, una sortija. Una vez, cuando Sergio salía del despacho, se giró, abrió su camisa y mostró una camiseta con leopardos.
Aunque Sergio dice y hace cosas inquietantes sobre la asunción de su sexo, no sabemos lo que hará cuando se enfrente al otro sexo: ¿será un exhibicionista que abrirá su gabardina para provocar miedo a las niñas a la salida del colegio? ¿Esconderá su pene a la vez que mostrará sus accesorios femeninos, será un travestido que se ofrecerá a la mirada del entendido? ¿Consultará a un médico para tratar de corregir por medio de la cirugía el error de la naturaleza? ¿Qué podrá hacer el psicoanálisis por él? Ya se verá, prosigue su tratamiento.
La sexuación
Como se puede apreciar entre el querer ser de Sergio y el yo soy de María, entre el anhelo y la certeza, hay un vasto dominio que denominamos «sexuación».
Para el psicoanálisis hablar de sexuación supone que más allá de las determinaciones biológicas, es necesaria una implicación subjetiva del sexo que, a lo largo de toda su enseñanza, Lacan llamó asunción. Podría, quizás, pensarse que se trata de decir lo mismo con otras palabras y que eso que los americanos denominan gender, la transformación psicológica del self, nosotros lo llamamos asunción, la implicación subjetiva del sexo.
No. Tampoco se trata de asumirse, como se decía en los años setenta, o de salir del armario como se dice en la actualidad en el mundo gay.
Para precisar lo que llamamos sexuación hay que tener en cuenta que, en primer lugar, la condición de la sexuación es como dice Lacan. asumir «de alguna manera inscribirse de acuerdo con el significante fálico» y, en segundo lugar, que la sexuación es un asunto del cuerpo.
Más aún, puede decirse que la sexuación es el encuentro del cuerpo con el significante fálico. lo que habitualmente llamamos la significantización.
Cuando se habla de significantización deben diferenciarse dos registros: el primero permite significar la diferencia evidente de los sexos a partir de la observación. Hasta el presente cuando nace un niño se dice que es un chico o una chica sin haberles practicado la prueba de ADN, aunque lo real del sexo no se decide echando una mirada sino en el nivel genético e incluso si la simple mirada puede diferir de lo que revelen los exámenes.
Nadie osaría decirle a la nueva madre, hasta ahora, que no se sabe el sexo de su hijo, que se practicarán los análisis y que se le dirá después si se trata de un chico o una chica. Habitualmente, a menos que uno quiera ser campeón de carreras atléticas, basta con observar la diferencia que implica la presencia o ausencia de los caracteres sexuales primarios.
Hay que añadir que esta presencia o ausencia se determina por la imagen prevalente de falo que permite nombrar el cuerpo en tanto que sexuado y, al mismo tiempo, que el falo produce una significación a partir de la cual ser hombre o mujer «quiere decir alguna cosa», incluso si no se sabe demasiado bien qué. pero que gira alrededor del tenerlo o no tenerlo, del serlo o no serlo, etc.
Et primer efecto de la significantización afecta, pues, al cuerpo en tanto que imaginario. Podemos escribirlo así;
O — – cuerpo i (a)
Un cuerpo, sin embargo, es más que una imagen en el espejo del Otro, un cuerpo es algo vivo, que vibra, y es erógeno. para servirnos de los términos de Freud. Así la acción del significante no se ejerce sólo sobre el cuerpo imaginario, sino también sobre el goce que lo parasita y lo agita.
El primero es un cuerpo visible, es la imagen del cuerpo. El segundo es un cuerpo habitado por un goce que debe inscribirse como goce fálico. El esquema es el mismo: transformación significante tanto del cuerpo como del goce que está asociado a él.
O — i(t> goce real
He dicho antes que la condición de la sexuación para Lacan era, como él mismo dice, asumir «de alguna manera inscribirse de acuerdo con el significante fálico».
¿Qué quiere decir este «de alguna manera»?
Supongamos que tenemos un cuerpo y supongamos también que el significante fálico forma parte del Campo del Otro -eso no ocurre por ejemplo con el significante de la mujer que no forma parte del Campo del Otro. Faltaría aun determinar de qué forma se encuentran para que se produzca significantización en términos fálicos. Evidentemente, si se plantea la cuestión es porque puede suceder que dicho encuentro fracase, tal como se constata en ciertas psicosis.
Llegados a este punto hallamos dos respuestas. La primera, la que Freud dio a esta cuestión y que es la que Lacan explora en la primera parte de su enseñanza, hace depender esa articulación de la identificación, es decir, del Edipo.
Si vamos a la clase número 9 del Seminario V, podemos leer que «el Edipo supone la asunción por parte del sujeto de su propio sexo, lo que significa que el hombre asume el tipo viril y la mujer un cierto tipo femenino». Algunas líneas después: «Para el hombre consiste en identificarse con el padre en tanto que posee un pene, para la mujer reconocer al hombre como el que tiene pene.»
Cabe añadir que no piensa que el final del complejo de Edipo femenino se lleve a cabo a partir de la identificación.
En el Seminario V Lacan presenta la sexuación simplemente como el resultado de la identificación con el padre en el caso del chico o de la elección del objeto paterno en el caso de la niña.
La solución de la sexuación a partir de la identificación es, por ejemplo, la que utiliza Lacan para explicar la posición de Juanito. Así éste responde a los emblemas de la masculinidad en el plano imaginario y, sin embargo, aunque sus elecciones de objeto sean heterosexuales, su posición sexuada inconsciente es femenina, producto de la identificación de su deseo con el deseo materno. El hombre de los lobos, para continuar con los casos paradigmáticos de nuestra clínica, fue pensado por Freud para distinguir, entre otros, los rasgos de identificación viril de los de la identificación femenina que se verifican, por ejemplo, en los síntomas intestinales. Por otra parte, en Schreber, aunque crea que es la mujer que falta a todos los hombres, eso no le lleva a una identificación imaginaria con los ropajes que cubren el objeto i(a), ni a una posición sexuada inconsciente, sino a un esfuerzo por limitar lo real de un goce que irrumpe bajo la forma de: «¡Ah, qué bien estaría ser una mujer en la cópula!» Se comprende entonces que en un mismo sujeto pueden coexistir posiciones opuestas que provienen de la diferencia entre lo que se debe a lo imaginario, a lo simbólico y a lo real en la sexuación.
Cuando se habla de identificación se trata de un campo complejo. porque uno no se identifica siempre con la misma cosa.
El Edipo explica cómo se asume el sexo y, al mismo tiempo, proporciona las variaciones por las cuales, a causa de su resolución fallida, el sujeto no asume el sexo que debería tener. Así, por ejemplo, el sujeto puede quedar identificado al deseo de la madre, es decir, desear el falo como hace su madre. Es el caso de Juanito. Puede que no se identifique con el deseo de la madre, sino con el objeto de su deseo, lo que no es lo mismo, es decir que se identifique con el falo. No se trata entonces de una identificación con la posición de la madre que desea el falo, sino con el falo mismo, en posición de fetiche.
En el caso del hombre de los lobos se trata, por el contrario, de una identificación con el goce de la madre tai como se lo imagina en la célebre observación de la escena primordial y ello es confirmado sobre todo por los síntomas intestinales. El campo de la identificación es muy vasto, pues, proporciona una variedad clínica muy importante que se aclara si se distingue la identificación en relación a los tres registros I, R. S.
En realidad creo que lo que los americanos llaman género, lo que creen explicar con la transformación del self, es el resultado de la identificación en tanto tal, cuyo resorte ignoran.
Un resultado, no sin resorte
Para Lacan, sin embargo, la identificación no agota el campo de la sexuación. La idea de asumir el propio sexo implica que uno puede no hacerlo. La sexuación depende del significante fálico, pero también de la posición del sujeto en relación con ese significante y. aún, de la aceptación o el rechazo del significante.
Esta perspectiva, este lazo que Lacan establece entre el sujeto y el falo según haya aceptación o rechazo -y no según la identificación-, es lo que le permite hablar de sexuación como si se tratara de una elección que, más allá de las identificaciones imaginarias y simbólicas, pone en juego «la insondable decisión del ser», para retomar una referencia antigua de Lacan, que encontramos por ejemplo en «De una cuestión preliminar…», cuando indica que el niño puede decidir rechazar la impostura paterna. En la misma línea afirma en la página 88 de su Seminario XX cuando toma las cosas del lado en que se coloca el hombre: «Colocarse allí es, en suma, electivo, y las mujeres pueden hacerlo, si les place.»
O bien dice en la página 97: «A todo ser que habla, sea cual fuere, esté o no provisto de los atributos de la masculinidad -aún por determinar- le está permitido (…) inscribirse en esta parte», cuando se está refiriendo al lado mujer de las fórmulas de la sexuación.
¡Cuidado! Dice que le está «permitido», puesto que no se trata de una determinación. Siempre somos responsables de nuestra posición de sujetos. ¿Es una exageración preguntarse si lo somos también de nuestra posición de sujetos sexuados?
Creo haber dado dos interpretaciones posibles a ese «de alguna manera» al indicar que no hay sexuación más que a partir de la acción del significante fálico, lo que no impide que para un sujeto haya diversas maneras de inscribir su cuerpo y su goce en relación a este significante. De ello depende para el psicoanálisis que haya hombres y mujeres y eso es lo escriben la célebres fórmulas de la sexuación.
El reconocimiento
Para finalizar diré algunas palabras sobre el reconocimiento. ¿Cual es la crítica más dura que Lacan realizó al recurso a la identificación para zanjar la cuestión de la sexuación? La encuentro en su Seminario «… ou pire», cito: «El hecho que los hombres y las mujeres sean reconocidos por lo que les distingue es un error que consiste en reconocerles en función de criterios que dependen del lenguaje. Pero no son ellos quienes se diferencian, al contrario, se reconocen como seres hablantes cuando rechazan esa diferencia a través de tas identificaciones.»
Lo que podría llamarse el trabajo de la sexuación -para tomar una expresión que proviene del dominio de las psicosis- supone no sólo la asunción del propio sexo, sino también la aceptación del sexo del Otro, es decir, que el hombre reconozca que hay mujeres y también, incluso si no se trata de algo reciproco, que la mujer reconozca que hay hombres.
No se trata, ciertamente, sólo de reconocer la diferencia en el nivel de lo imaginario corporal, momento traumático privilegiado para Freud. Más allá de ese mal encuentro, la tarea que se impone a cada sexo y alrededor de la cual se organiza no sólo la neurosis sino también la dirección de la cura, es la de confrontarse con una relación diferente respecto de la castración, con otra posición en el deseo, con otro estilo en el amor y Otro goce distinto al del Uno.
Dado que empiezo mi periplo europeo en Bruselas, tendré ocasión de desarrollar dentro de una semana en Barcelona las consecuencias clínicas de los tres aspectos de la sexuación: identificación, elección y reconocimiento.