La mayoría de los términos utilizados en la clínica psiquiátrica y en la psicopatología datan de antes del descubrimiento del psicoanálisis. La noción de «psicosomática», al contrario, es enteramente tributaria del nacimiento y del desarrollo del psicoanálisis. Después de haber sido utilizado la primera vez por un médico alemán en 1818 en un sentido muy genérico, el término psicosomático ha sido utilizado en un sentido específico por primera vez por algunos alumnos de Freud, sólo a partir de los años 1920. Debía designar un tipo de enfermedad o de lesión del organismo muy diferente de los síntomas encontrados habitualmente en las neurosis. Los síntomas neuróticos habituales consisten en trastornos o malestares que la medicina llama «funcionales», como inapetencia, estreñimiento, eneuresis, impotencia, insomnio, inhibiciones diversas, etc. La medicina puede admitirlos fácilmente a título de enfermedades «nerviosas» porque no las considera como enfermedades reales, sino como enfermedades imaginarias y, en consecuencia, también como señal de simulación, de imitación y otros chantajes. No es un problema para la medicina que el paciente imagine o simule estar enfermo. En cambio las enfermedades llamadas «psicosomáticas» están constituidas por alteraciones anatomo- clínicas, por lesiones histológicas que son totalmente objetivables, pero cuya causa no puede establecerse científicamente. Deben ser curadas médicamente precisamente porque lesionan el organismo, incluso arriesgan la vida por sus complicaciones, pero presentan al mismo tiempo una modalidad evolutiva y, sobre todo, una ausencia de etiología localizable, que hace de ellas un capítulo a parte dentro de la clínica.
Veremos así que los fenómenos psicosomáticos plantean la incidencia de otro real, distinto del real de la ciencia y que a este respecto son paradigmáticos de la especificidad de la clínica psicoanalítica.
Las coordenadas del lugar del sujeto
Sabemos que la clínica psicoanalítica, incluso antes de que el fenómeno psicosomático fuese aislado, es el resultado prácticamente residual de un enfoque del cuerpo humano muy distinto del que había caracterizado a la filosofía y a la medicina antes del advenimiento de la ciencia. En el momento en que, con un gesto que es lógicamente contemporáneo de los cambios introducidos por la ciencia en el siglo XVII, Descartes divisa la maravillosa unidad natural del ser humano, tal como había sido concebida desde la Antigüedad, en dos sustancias separadas, la sustancia pensante y la sustancia extensa; el cuerpo adquiere todas las características de un objeto científico perdiendo las del viviente, especialmente la de gozar. Esta división organiza desde entonces toda la problemática relativa a la distinción y la interacción de dos niveles o de dos partes del ser humano cuyas diferentes denominaciones pueden, en última instancia, llevarnos a la bipartición soma y psique.
Sobre la base de esta bipartición, el cuerpo humano ha sido y es estudiado, experimentado y manipulado en términos de física y de química, como si fuera una máquina electroquímica, para dar lugar a los espectaculares progresos de la clínica, de la terapéutica y de la ingeniería biológica que caracterizan a la medicina científica.
Ahora bien, al mismo tiempo que el cuerpo era seccionado, radiografiado, diagramatizado de esta forma, otra clínica tomaba consistencia situada de alguna forma transversalmente a la clínica científica que se estaba edificando, que parecía constituir como una anomalía, un campo de anomalías en el seno mismo del saber científico. Y bien, de esta clínica hecha de fenómenos somáticos que la medicina iba a llamar «funcionales», «idiopáticos», «esenciales», «asintóticos», etc. y que forman un agujero en la descripción y en la explicación científica de las enfermedades, el psicoanálisis iba a extraer la lógica refiriéndola a una causalidad de otra naturaleza que la de la causa científica. Iba a demostrar que estaba constituida por un conjunto de efectos que sin tener una causa orgánica, no tienen tampoco una causa psíquica; es decir, no dependen de la conciencia o de la mind del individuo. Freud iba a llamar, en un primer tiempo, «inconsciente» a este tercer orden de causa.
Volviendo sobre esta noción de inconsciente y vinculándola con la «función y campo de la palabra y del lenguaje» en psicoanálisis, Lacan la designará igualmente con el término de «sujeto». El fenómeno clínico que constituye una respuesta no científica, o más precisamente a-científica de lo real, a la interrogación científica por lo real, podrá de este modo ser considerado como un efecto de sujeto. Bien entendido, tal sujeto no tiene ya nada que ver con la subjetividad clásica que corresponde a la conciencia, a lo vivido y al psiquismo del individuo, sino que es estrictamente definido como un vacío o como una discontinuidad en una articulación significante cualquiera que sea, y especialmente en la de la ciencia. Es precisamente cuando nos encontramos con una imposibilidad, una falla en el campo de las explicaciones científicas de los trastornos cuando estamos en presencia de un efecto de sujeto, y no cuando registramos lo que él experimenta o el sentido que él da a lo que vive.
La clínica psicoanalítica no se ocupa de trastornos que son, por así decirlo, «normales», es decir, que no ponen en cuestión el saber científico y que se ajustan a las leyes de la ciencia. Por ejemplo, es normal que una disminución del riego del cerebro provoque trastornos de la memoria, de la atención, del reconocimiento, etc. o que un parto difícil tenga repercusiones sobre la fisiología de la micción. Esto es lo que podemos llamar síntomas «normales». En cambio, cuando una incontinencia se manifiesta en una chica joven que aún no a dado a luz, o se produce un trastorno de la potencia sexual en un hombre que tiene habitualmente relaciones heterosexuales, entonces ahí, nos encontramos con trastornos «anormales», es decir, trastornos que no responden a la legalidad científica y manifiestan más bien una «laguna» de lo real científico en sí mismo. El efecto de sujeto es hallado por el psicoanálisis en el lugar de este tipo de trastornos, en tanto que constituyen un vacío, una sustracción tanto a nivel del cuerpo estudiado por la ciencia, como al nivel de lo vivido o de la interioridad subjetiva; en otras palabras tanto a nivel del saber objetivo como a nivel del saber subjetivo. Lo escribimos entonces con una letra S, inicial de «significante» y también de «saber», barrada.
La escritura $ escribe primero para Lacan lo que él llama el sujeto de la ciencia, es decir, el sujeto en tanto que su incidencia se manifiesta como el menos, la imposibilidad, la falta de toda articulación. En efecto, incluso el saber más logificado termina por caer en paradojas que no quedan resueltas sino a partir del momento en que incluimos en el cálculo alguna cosa en menos, un significante que falta o que está excluido. En el momento en que se produce una exclusión interna en el saber de la ciencia, el lugar del sujeto del psicoanálisis se dibuja. El sujeto es, de alguna forma, la patología del saber – su trastorno. Se sitúa en lo real mismo de la ciencia como un agujero, como una discontinuidad.
Pero la noción de sujeto, en el sentido psicoanalítico, corresponde también a la patología del saber del sujeto mismo, en la medida en que se manifiesta igualmente como un agujero en la trama del pensamiento y en la unidad de la vida psíquica, tal como se produce en un lapsus, un olvido, un acto fallido, en resumen en todos estos fenómenos que Freud ha agrupado bajo la noción de «psicopatología de la vida cotidiana», de la misma forma que se manifiesta en una disfunción somática inexplicable. Su definición más precisa es entonces la de una falta que afecta tanto al saber del cuerpo, en el sentido a la vez objetivo y subjetivo del genitivo, como al psiquismo. Por esta razón podemos representarlo esquemáticamente como un agujero que corta tanto la parte soma como la parte psique de nuestro esquema cartesiano de hace un momento.
El otro eje de la definición psicoanalítica del efecto de sujeto corresponde al otro gran descubrimiento del psicoanálisis freudiano, el de la pulsión. La clínica psicoanalítica muestra, en efecto, que cada vez que hay una hiancia en el saber, cada vez que el saber de la ciencia, al igual que el del individuo, son atravesados por una falla, cada vez que el sujeto se manifiesta, algo del orden de una satisfacción parece estar en su origen. Cada vez que el saber científico, traduciendo la perturbación somática en términos de física y de química, se detiene, cada vez que el científico no entiende ni jota, una satisfacción desapercibida, inhabitual, inesperada se cuestiona, incluso a espaldas del individuo. Es cierto, como lo mostrará el análisis, que se trata de una «satisfacción» de la cual comprobamos que ya no tiene nada que ver con aquella que se suponía que estaba en el origen, con la razón de la conducta del individuo.
Allí donde se había podido pensar, desde la Antigüedad, que la acción humana era el resultado de una tensión, de un acuerdo o de un desacuerdo entre dos instancias fundamentales, en correspondencia con la bipartición psique/soma: la razón y la sensibilidad, el espíritu y el instinto, los ideales y las necesidades, resulta que en el lugar de esta falta en el saber que designamos con la letra $, otra forma de motivación de la acción humana que no se reducía a uno u otro término de esta polaridad ni a su equilibrio, estaba actuando.
La ética clásica era en el fondo una ética «natural», es decir, una ética basada en la suposición de la existencia de un principio de equilibrio entre la satisfacción y la renuncia a la satisfacción. Era una ética de la moderación o de la no-exageración. Alcanzar la satisfacción no debía perjudicar los intereses del individuo, en particular su salud; e inversamente, someterse a la razón no debía inducir a una renuncia excesiva. No se trataba de renunciar por renunciar, ni de perseguir la satisfacción más allá del agrado y el confort, sino de renunciar con vistas a otra satisfacción. En suma, el secreto de la felicidad residía en el equilibrio entre la satisfacción y la renuncia, donde cada uno de los términos constituía el límite del otro.
Ahora bien, con el efecto de sujeto, con el inconsciente, encontramos una causa de las actuaciones humanas que ya no se deja reducir a esta oposición. La racionalidad no parece inmune a una locura propia de la razón, así como la búsqueda del placer no parece exenta de cierto intelectualismo. La sumisión a la ley o la renuncia pueden convertirse en satisfacciones en sí mismas, de la misma manera que la satisfacción puede alcanzar formas que encierren la ausencia de toda satisfacción, incluso la negación de la vida misma. En relación con la polaridad clásica de la razón y del instinto, la causa del acto propiamente humano, en lo que no tiene equivalente en el mundo animal especialmente tratándose de la religión, del arte, del erotismo, de la técnica, de la guerra, del patriotismo, del suicidio, etc., parece situarse más allá de estas oposiciones, en otra dimensión. Esta dimensión otra, exterior a la dualidad conflictiva u armoniosa del soma y de la psique, de lo animal y de lo racional, de lo biológico y de lo psicológico, se añade como una tercera dimensión, correlativa a la especificidad del ser hablante. Es la dimensión de lo que Freud llamó finalmente «pulsión», con su intrincación de libido y de pulsión de muerte.
Trasladémoslo, pues, sobre nuestro esquema psico-somático como un agujero o un más allá interno a la dualidad de lo biológico y de lo mental, del body y del mind, en el mismo lugar donde hemos escrito hace un momento la S barrada, la falta en el saber. Escribámoslo con la letra «pequeño a», con la que Lacan designa la naturaleza de este «plus de goce» pulsional que se emancipa de la dualidad natural del alma y del cuerpo, como consecuencia de la captura del lenguaje sobre el viviente en la especie humana. Lo que quiere decir que en el momento en que un efecto de sujeto se manifieste en el campo de la ciencia y del saber general, un más allá de la ética se dibuja igualmente, un más allá de la moralidad y de la inmoralidad clásicas consideradas como resultado de la interacción del alma y del cuerpo. En el momento en que un efecto de sujeto se manifiesta, pone en evidencia la acción de una causa irreductible a estas dos nociones, puesto que ya no es de orden biológico, no es de orden mental.
Pequeña clínica diferencial de la pulsión
Una vez esbozadas las coordenadas teóricas esenciales de la causalidad en psicoanálisis, se trata ahora de abordar el problema clínico que plantea. En efecto, la naturaleza o el estatuto de esta satisfacción que no es ni somática, ni psíquica pero si pulsional, y que está en juego en los síntomas «anormales», difiere de manera muy sensible de una patología a otra. Conforme esté tomada en un estado de separación del sujeto, extraída de la realidad por no tener más que el estatuto de un vacío o de un «objeto perdido», por utilizar los términos de Freud; o conforme no esté perdida, separada del sujeto que «retorne en lo real», para retomar la formulación de Lacan, la lógica de la construcción del síntoma será diferente.
Evoquemos, para comenzar, el modo neurótico de la satisfacción pulsional tomando como ejemplo el registro de la pulsión escópica. Tomemos como referencia el artículo de Freud sobre «La perturbación psicógena de la visión», aparecido en 1916.
En este artículo, después de haber llamado la atención sobre el hecho de que se puede provocar una ceguera recurriendo a la hipnosis, Freud discute el fenómeno de la ceguera histérica y propone la hipótesis de que este trastorno del funcionamiento de un órgano del cuerpo corresponde a su sustracción de la función natural que se supone debe asegurar. Sustraída de la unidad del organismo, que está regida por la pulsión del yo o pulsión de auto-conservación, esta función sirve entonces a la satisfacción pulsional, al placer sexual de lo escópico. Preguntémonos ahora ¿de qué puede estar hecho este goce escópico, puesto que el ojo se ha quedado ciego y el individuo ha perdido la vista? Freud responde: este goce está constituido por el rodeo de la represión: es precisamente no queriendo ver nada, combatiendo la propia función escópica como el yo pierde el dominio de este órgano. El órgano de la vista deja de tener la función de ver y queda bajo el dominio del goce de ver. El órgano se emancipa de la unidad del cuerpo y pertenece ahora a otro cuerpo, a un cuerpo que ya no es el del funcionamiento y la adaptación al entorno, sino un cuerpo desadaptado, inhibido, que goza de sí mismo, el cuerpo pulsional.
El análisis de Freud enseña de esta manera que el «objeto» de la pulsión no es un objeto en el sentido de «complemento de objeto». Lo que satisface a la pulsión escópica no es el objeto que el ojo ve puesto que el ojo está ciego, –no es la puesta de sol, la mujer bella que pasa, las flores del jardín- sino un objeto que de alguna manera es un «complemento del sujeto»: es el goce mismo del acto de ver, lo que Lacan llamará la mirada. El objeto escópico, no son las cosas vistas, miradas, sino, como dijo Freud hablando de la indiferencia de los objetos en relación con la meta de la pulsión, el objeto escópico se sitúa en la satisfacción de la zona erógena como tal, abstracción hecha de las cosas visibles, de las cosas vistas. Del mismo modo que la famosa imagen, en los Tres ensayos para una teoría sexual, de la boca o de los labios que se besarían a sí mismos sugiere que el goce oral, por ejemplo, no está constituido por el objeto comestible, sino por un circuito de satisfacción que parte y retorna a la fuente misma, a la zona erógena misma, alrededor de un vacío; del mismo modo, la mirada como modalidad de goce pulsional no es la mirada que se ve, no es la mirada que yo veo cuando me miro en el espejo, –porque lo que veo en el espejo son mis ojos, no la mirada- sino el vacío en torno al cual gravita el circuito de la pulsión escópica. La mirada no es del orden de lo visible, es, en el espectáculo del mundo al que pertenezco, un punto invisible en el campo, un punto impensable en la dimensión del Otro. Es una mirada que está separada del ojo y, en cierto modo, antinómica a la visión. Pero es lo que hace que yo esté en el mundo como fundamentalmente mirado. La estrategia del perverso, para llegar ahora a ella, enseña casi a simple vista, si se puede decir, que el objeto de la pulsión escópica no es el objeto visible, sino el goce de la vista que está extraído de la realidad y que es imposible de ver. El propósito de la estrategia y de la maniobra perversa en el registro de la pulsión escópica, en el exhibicionista y el voyeur no es, en efecto, el objeto que se ve. El sujeto perverso maniobra, construye todo un escenario para una operación destinada a completar con un objeto de goce al Otro que carece de goce, que no sabe o no quiere gozar. Ahora bien, este objeto no es una parte de la imagen del cuerpo. Se puede pensar, por ejemplo, que en el exhibicionismo el objeto en cuestión, supuesto completar al Otro, es una parte del cuerpo y en particular el pene exhibido. Pero no es así como la escena está estructurada. Lo que busca de hecho el exhibicionista es hacer nacer en el campo del Otro la mirada. Es obligar, forzar al Otro a mirar a pesar suyo, imponerle la mirada que le falta.
De mismo modo, en el caso del voyerismo, no es lo que el Otro esconde de intimidad lo que constituye el objeto que completa al Otro y es el objeto de la satisfacción escópica, es la mirada misma del voyeur, su propia mirada interrogando en el Otro lo que no puede verse. No es el objeto visto, lo que completa al Otro, es el acto de escrutar lo que no se puede ver. El voyerista nunca llega a ver de lo que se trata verdaderamente, lo más íntimo de lo más íntimo, el punto inasequible, porque este «íntimo» no es otro que su propia mirada.
Hay que señalar pues la diferencia que hay entre el objeto escópico en la estructura perversa y el objeto escópico en su estatuto de causa del deseo, insertado en el fantasma, la neurosis. En la perversión, el objeto no tiene el estatuto de lo que causa el deseo, no está hecho de sustracción, de falta. Tiene el estatuto de lo que causa o de lo que se supone que causa el goce del Otro y no el deseo. El objetivo es hacer existir la mirada positivándola en cierto modo, completando el mundo con una mirada que se le sumaría. La división provocada en el Otro, la angustia provocada en el Otro, ¿no es para el perverso la prueba de la consistencia de este objeto?
En el contexto de la neurosis, la incidencia de un objeto que habita invisible en el campo escópico se manifiesta, por el contrario, con fenómenos de división del sujeto: es, por ejemplo, el sujeto que a la vez quiere hacerse notar y no notar, pasar desapercibido y hacerse percibir. Así tal analizante contaba como, antes de participar en una reunión y habiendo llegado tarde, había hecho todo lo posible para tratar de no hacerse notar en el momento de entrar en la sala. Ahora bien, mientras evoca el episodio durante una sesión, dice haber entrado «no sin pasar desapercibida», cuando quería decir «no sin hacerse notar». Enredándose en el juego de la doble negación, comete un lapsus que deja entrever algo de su posición fantasmática: el investimiento de su propia ausencia como sujeto, que toma el valor de lo que falta en lo visible, el valor del objeto que causa el deseo de ver.
Para terminar este apartado, recordemos finalmente la modalidad de la presencia de la mirada en el contexto de la psicosis. Aquí, su estatuto de objeto, de objeto de existencia del sujeto, según la formulación de Lacan, aparece en toda su consistencia por el hecho mismo de su «retorno en lo real». No extraído de la realidad y, por lo tanto, no «esquiciado» de la visión y del ojo, el goce escópico se localiza entonces en la mirada recelosa del vecino o en la vigilancia ejercida por una cámara invisible, hasta coincidir con los mismos ojos del perseguidor. Evoquemos solamente el caso paradigmático de las hermanas Papin, de las cuales una, la que arrancó los ojos de sus patronas en el momento de asesinarlas, fue también la que, una vez en la cárcel, trató de arrancárselos a sí misma; ejemplo mismo de la modalidad psicótica de la presencia del goce escópico, cuya separación, por no poder efectuarse por medios simbólicos, tiende a realizarse por medios reales.
El fenómeno psicosomático
La presencia de este otro modo de satisfacción, de esta otra modalidad de la causa de las actuaciones humanas llamada pulsión –donde la distinción entre lo que da placer y lo que hace daño, entre la satisfacción y la renuncia desaparece- impide reducir el psicoanálisis a una psicología y a una hermenéutica, porque lo revela concernido por un real en su campo de acción mismo. Inherente a la dimensión constitutiva del ser hablante, la pulsión no se deja mientras tanto reabsorber totalmente en lo imaginario y en lo simbólico, no se deja confundir tampoco con lo real de la causa biológica. Si en el abordaje científico, que es el mismo que el de la filosofía, lo real se agota en el componente biológico «natural» de la unidad somato-psíquica que constituye supuestamente el ser humano, en la clínica psicoanalítica lo real es lo real de una causalidad de orden libidinal, separada de la biología sin pertenecer del todo al orden de una ficción.
Desde este punto de vista, el fenómeno llamado impropiamente «psicosomático» ocupa un lugar paradigmático, puesto que aísla de una forma aún más clara el carácter real de la causalidad pulsional, se trata, por un lado, de trastornos que son de la misma naturaleza que una lesión del organismo y que no deben nada a una etiología médica y por otro lado no apuntan tampoco a un mensaje o una cadena de representaciones inconscientes, como es el caso de los fenómenos llamados funcionales. Por eso, el fenómeno psicosomático (FPS) presenta, respecto de los trastornos llamados funcionales, la ventaja teórica, por así decirlo, de poner de manifiesto la dimensión de una causalidad que no tiene nada que ver con una etiología biológica sin ser por lo tanto del orden «físico», incluso en el sentido de pensamiento reprimido o de mensaje cifrado. Constituye pues el paradigma del fenómeno clínico que agujerea el modelo «psicosomático» intuitivo. Al contrario de los fenómenos funcionales, que dejan creer a veces que la respuesta analítica se agota en la práctica de la palabra y de la escucha, practica eventualmente acompañada de un antidepresivo comodín, el FPS es como una especie de lupa que resalta en el campo global de la clínica analítica la presencia de un real, distinto del real científico, y que no se reduce a su simple convertibilidad en significante y tampoco a su sola interpretación.
Es probablemente por la presencia de este real otro que, por una parte, disuade el poder terapéutico de la interpretación y por otra enfrenta el saber médico con una imposibilidad, al menos en cuanto a la etiología, por lo que la noción de «psicosomática» tiende a ser utilizada de una manera muy vaga hasta el punto de ser considerada como una característica de toda enfermedad sin aplicarse ya a una categoría específica de fenómenos. Esta noción corresponde a la idea de un forro psíquico de todo fenómeno somático, en el cual el FPS no se distingue ya en absoluto de lo que se llama genéricamente «somatización». Y no es, por cierto, en la que se llama en Francia «Escuela de psicosomática» donde se podría encontrar, a pesar del valor clínico de sus observaciones, las herramientas conceptuales que permitirían aislar y fundamentar su especificidad. Porque, sin poder separarse del modelo dual bio-psicológico (psico-somático, en el sentido tradicional del término) del ser humano, que ignora la disidencia conceptual que la noción freudiana de pulsión introduce, esta escuela es llevada a rebajar el fenómeno psicosomático a la consecuencia de un sub-desarrollo de la parte «mental» que transforma lo corporal en fantasmas y en pensamientos y a un exceso de «expresión somática». Todo ocurre como si el lugar de esta zona en blanco, en el centro de nuestro esquema de hace un momento, desapareciera y como si la pulsión se confundiera con lo «somático», en el sentido de la parte inferior, premental, animal del individuo, cuya proporción quedaría en el paciente psicosomático mayor que en un desarrollo normal. Trasladado a nuestro esquema, el FPS correspondería entonces a esta configuración que traduciría la insuficiencia de la «mentalización» de lo somático.
Los defensores de esta concepción se enfrentan, sin embargo, con su inadecuación ya que están forzados a reconocer que individuos «bien mentalizados» pueden igualmente presentar un FPS. ¿No es la prueba de que el FPS no traduce un menor grado de desarrollo del pensamiento (detenido a nivel «operatorio»), sino un menor grado de una configuración sui generis de la misma libido que caracteriza todos los fenómenos de la clínica psicoanalítica? No corresponde a una interferencia de lo somático en lo mental, sino del cuerpo en el cuerpo, del cuerpo pulsional en el cuerpo biológico.
Quedan ahora por determinar los rasgos estructurales que diferencian el llamado «fenómeno psicosomático» de las otras manifestaciones de la pulsión. Lo intentaremos basándonos en las escasas indicaciones ofrecidas por Lacan y en los comentarios que Jacques-Alain Miller ha desarrollado a partir de ellas.
En la orientación lacaniana, el acento se ha puesto la mayor parte del tiempo sobre el hecho de que el FPS manifiesta un rasgo de goce, un momento de inercia o de fijación pulsional que equivale a una letra sin sentido o a un significante reducido a una marca o a una huella. Y efectivamente, Lacan vuelve a interesarse por los fenómenos psicosomáticos, después de haber aludido a ellos en el Seminario XI, en un contexto donde tiende a aislar cada vez más la dimensión no interpretable del inconsciente, para subrayar lo que del inconsciente constituye la manera en que cada uno goza, y que no puede asimilarse totalmente en la articulación significante y en la interpretación. Además, es esta dimensión real del inconsciente la que él llama, en adelante, sinthome. Sin embargo, es esencial para orientarnos en la clínica, no olvidar que el estatuto del núcleo del goce incluido en un «acontecimiento del cuerpo» se diferencia y da lugar a fenómenos clínicos de distinta estructura, dependiendo del modo en que el sujeto se defienda o se separe de ello. Ahora bien, lo que caracteriza el rasgo de goce del que el fenómeno psicosomático es índice, es precisamente su no-conexión con el inconsciente, su no-localización en el intervalo significante. La pulsión no toma allí la vía del «retorno de lo reprimido».
Alain Merlet lo ilustra de manera cuasi experimental en la presentación del un caso de una de sus pacientes. Se trata de una persona mayor, hospitalizada por un eccema localizado en la espalda. La Sra. X no ha tenido suerte. Hija única, pierde prematuramente a su madre y se queda sola con su padre cuya mirada se le vuelve insoportable. Lo abandona por un hombre tan mayor como él, se divorcia y se vuelve a casar con un partenaire de su edad. Sufre poco después una histerectomía a causa de un fibroma. Deprimida, va a ver a un neurólogo que le dice: «Señora, cuanto más envejezca, más encerrada estará». Más tarde, la llegada de la jubilación significa el aislamiento en un pequeño apartamento de provincia. El marido se vuelve sordo y epiléptico. No tiene amigos. He ahí que el oráculo del neurólogo se cumple. Ella percibe entonces, como antaño, una mirada en la espalda, la de su viejo marido. Está angustiada y va a consultar a su médico que le prescribe un tranquilizante. La angustia desaparece, pero surge entonces una placa de eccema en la espalda. Comentando el efecto del tranquilizante dirá: «Con el tranquilizante, me sentía mejor en mi piel, pero es tal vez lo que me ha intoxicado. Estaba mejor interiormente, más relajada en mi piel, pero es lo que me ha hecho enfermar en el interior de mi piel.»
Lo interesante de la observación de este caso, es que la prescripción del tranquilizante tiene como efecto poner fuera de circuito el momento subjetivo. Bloquea, por así decirlo, la señal de angustia como defensa del sujeto y probablemente interrumpe el proceso de formación de un síntoma de conversión histérico, así pues de un fenómeno funcional. Ilustra de una forma cuasi experimental esta desconexión respecto del inconsciente.
En la mayoría de los casos, es un acontecimiento insoportable, del orden de algo que sobrepasa o que fuerza el principio de placer, una mirada traumática por ejemplo, lo que suscita una incapacidad momentánea o encuentra una incapacidad preexistente de la toma de posición subjetiva. Cuando la toma de posición subjetiva, que puede tomar la forma de un acto, de una decisión, de una sentencia, de una palabra, pero también la vía del olvido y de la represión, queda cortocircuitada, el encuentro con el capricho del Otro o con el enigma del Otro, sin la posibilidad de una respuesta en el registro significante, produce un fenómeno psicosomático.
Una mujer declara haber llevado una vida a golpes de bastón. Abandonada por sus padres, se crío en un orfanato donde -dice- se decide por ella, sobre todo se decidió que iba a ser militar. Una día su padre se da a conocer porque necesitaba su firma. Ella se negará a firmar y él la abofeteará. Más tarde, el destino recordándole esta escena, hará que un hombre mayor le niegue la prioridad y choque con la parte delantera de su vehículo. Se sentirá desamparada. «Lo creí muerto, dirá. Vomité, lloré, dije cualquier cosa y le hice un torniquete con mi sujetador.» Aparecerá entonces un brote de psoriasis y desde entonces los brotes se sucederán. Cuando los golpes de bastón de la vida cesaron sobrevino el accidente, lo imposible de simbolizar del encuentro con el padre. El cuerpo lo registrará bajo la forma del fenómeno dermatológico.
En otros casos, el elemento traumático que induce el FPS es la revelación brusca de un secreto que toca al sujeto en lo que tiene de más íntimo, un secreto sobre el incesto, sobre la filiación o sobre un suicidio, por ejemplo. Es importante notar que no es el secreto lo que suscita el fenómeno, sino su revelación. Mientras el secreto es silenciado, el sujeto se defiende, en la medida en que el silencio tiene una función de defensa. Cuando el secreto es desvelado, enseña retrospectivamente que el significante traumático silenciado no había encontrado la posibilidad de conectarse con otras articulaciones, de inscribirse en el Otro. No había pues encontrado la toma de posición del sujeto, la represión, la inscripción inconsciente, o la aphanisis del sujeto, como dice también Lacan. Lo que quiere decir que el significante del acontecimiento ha quedado congelado, fijado en lo indecible de la vergüenza, una especie de S1 absoluto.
Es, por ejemplo, el caso de este hombre que había sido testigo de un incesto entre su padre y su hermana y se enfureció, lo que le valió la expulsión del domicilio familiar. Habiendo tenido éxito en el plano profesional, vuelve a establecerse en su pueblo. Se cruza muy a menudo con su padre sin concederle la más mínima mirada. Y guarda el secreto. Un día recibe una llamada de su hermana. Ha conocido a otro hombre y quiere ahora obtener una reparación económica de su padre, pero este se niega. Le dice entonces que ella contará todo. Al saberlo el paciente desencadena una psoriasis generalizada: mientras el secreto quedaba en silencio, eso hacía las veces de una forma de defensa, pero una vez revelado, se dibuja como una letra escarlata en el cuerpo del hijo, señal de un goce imposible de borrar. Allí donde otros sujetos hubieran reaccionado tal vez de manera más dramática, con un pasaje al acto, o recurriendo al alcohol, por ejemplo, este sujeto se ve marcado en su imagen del cuerpo.
De hecho, podemos situar el fenómeno psicosomático de dos maneras, que son como las dos caras de la misma configuración estructural.
Por un lado, se puede considerar el FPS como una puesta fuera del circuito de $ o como produciéndose en el lugar donde $ está fuera del circuito. El lugar del sujeto en tanto que falta, en tanto que ausencia (aphanisis) no está inscrito en el discurso. El goce (a) no se localiza como un vacío entre los significantes. Desde este ángulo, según una formulación que Lacan da de él en el Seminario XI, el FPS corresponde a una especie de «holofrase» del significante, es decir, a una supresión, a una forclusión, podríamos decir, del intervalo entre los significantes. El significante se contrae sobre sí mismo, como un significante no diferencial, un significante absoluto.
Por otro lado, se puede considerar que es la estructura misma del discurso la que está eludida en el FPS. No es ya el Otro del significante, el Otro del inconsciente, de las palabras reprimidas, de la historia; quien registra, quien recibe la marca es el Otro del cuerpo. Al contrario de lo que ocurre, por ejemplo, en el caso del hombre de las ratas donde el Otro que insiste, que transmite los impasses del deseo del padre, la deuda simbólica, etc., es el Otro del significante, en el FPS es el cuerpo el que viene a escribir lo que ha ocurrido, es el cuerpo, en una relativa independencia respecto a lo simbólico, lo que se imprime.
Al mismo tiempo, lo innombrable, lo insoportable del goce no está localizado en las zonas erógenas del fantasma, tampoco está registrado por el inconsciente. En vez de ser un órgano incorporal, en vez de ser la causa del deseo que está hecha de un «objeto perdido», la libido se imprime entonces directamente en el cuerpo, se corporeiza. Una lesión es precisamente esta libido corporeizada. Es, por ejemplo, la mirada insoportable que se marca sobre la piel. No es la mirada transferida al significante, elaborada en el significante o hecha existir por el significante, como es el caso en la puesta en escena del sujeto perverso, que intenta hacerla consistir con un juego de semblantes. Es la mirada que se encarna en el propio imaginario del cuerpo.
Por eso Lacan habla del cuerpo «que se deja llevar a escribir», como si el cuerpo fuera de alguna forma el agente, pero «a escribir algo como un número», para subrayar que no se trata de efectos de sentido y de interpretación, sino de real, de lo que el lenguaje transporta de real. Por eso no habla de significante ni de «letra», porque la letra tiene una vertiente por la cual se sitúa o se orienta hacia la simbólico, sino que habla más bien de una marca que no está hecha para leer, que no es un mensaje a descifrar: lo que el número precisamente aísla en el lenguaje, por oposición a la letra.
Por esto también podemos acercarnos al fenómeno psicosomático a partir de la pregunta: ¿cuál es la clase de goce que se encuentra en el fenómeno psicosomático? Y no: ¿cuál es su sentido? ¿qué es lo que quiere decir? Puesto que el FPS es un cortocircuito del ciframiento, nos lleva, más que cualquier otro fenómeno clínico, a aproximarnos a él como una respuesta a una fijación de goce. Pero no es suficiente referir el FPS a una fijación de goce si no se toma en cuenta su modalidad específica, ya que todo «acontecimiento del cuerpo» psicoanalítico es una fijación de goce. Lo que caracteriza esta fijación en el FPS, es que constituye, de alguna manera un resto bruto, no transferido al semblante, fuera del discurso.
No es, entonces, porque el fenómeno psicosomático responde a una fijación de goce, que es del orden de lo que no está hecho para leer o descifrar. Es por la propia estructura de esta fijación. Por ello, no debe considerarse como el blanco de la operación analítica, en la medida en que esta pueda ser concebida como interpretación. Al contrario, debe ser tratado médicamente, fuera del análisis, con el fin de que el campo de aplicación de la operación analítica pueda desplazarse sobre lo que es del orden significante, sobre la formación del inconsciente, sobre la historización. Desplazamiento que, por realizarse, abre la posibilidad de que gracias a una sustitución o de una conexión que surge en los márgenes de la interpretación, interpretación del inconsciente o interpretación del analista, pueda producirse una modificación del aislamiento de la marca del FPS, en la medida en que esto pueda concebirse.
Evoquemos aquí, una vez más, un caso relatado por Alain Merlet. Una mujer joven, ha pedido un análisis porque no acaba de encontrar a un partenaire digno de ser padre. Después de tres años de análisis, encuentra un hombre que le conviene, pero cuando más tarde decide tener un hijo, se queda estéril. Consulta un ginecólogo que le hace una histerografía. Al día siguiente de la intervención, florecen varias verrugas alrededor de su ombligo, lo que la sorprende. Entonces cuenta al analista su pequeño secreto: su ombligo a sido siempre para ella una zona tabú. «Se me podía hacer de todo, menos el ombligo», dice. El analista le pregunta entonces porqué. Ella confiesa entonces una teoría sexual infantil. De pequeña creía que por la noche el sexo de su padre se echaba a volar y que su madre se desabrochaba el ombligo para acogerlo. Siempre se ha tomado esta teoría muy a pecho. El analista se forma entonces la hipótesis de que la histerografía del útero hace resurgir lo que estaba, de alguna manera, forcluido bajo la forma de la teoría sexual infantil: la verruga es la señal de un resto bruto de goce no integrado en el inconsciente, gravitando alrededor de esta fijación umbilical a la madre. Después de esta revelación de la paciente, las verrugas desaparecieron y la paciente quedó embarazada.
El fenómeno psicosomático y la psicosis
La experiencia clínica nos enseña que la definición de la especificidad del fenómeno psicosomático respecto a los fenómenos de conversión, llamados también funcionales, es de gran utilidad y tiene incidencia en la práctica con los sujetos psicóticos. Lacan ya señalaba en el Seminario III la necesidad de tener en cuenta la presencia de fenómenos hipocondríacos y psicosomáticos en el encuentro clínico con el sujeto, sujeto, que en ausencia de fenómenos típicos de la psicosis, no presenta, sin embargo, una estructura clara de síntomas neuróticoSigmund Freud mismo ya lo había señalado en su texto «Sobre la iniciación del tratamiento». «Encontramos, de pronto, algo particular que está en el fondo de la relación psicótica al igual que en los fenómenos psicosomáticos», dice Lacan. «Es aquí donde (Ida Macalpine) pudo tener la aprehensión directa de fenómenos estructurales distintos de los que ocurren en la neurosis, a saber, donde hay no sé que huella o inscripción directa de una característica, e incluso, en ciertos casos, de un conflicto, sobre lo que puede llamarse el cuadro material que presenta el sujeto en tanto que ser corporal. Un síntoma como una erupción, calificada de diversas maneras dermatológicamente, del rostro, se movilizará en función de tal o cual aniversario, por ejemplo, de manera directa, sin intermediario, sin dialéctica alguna, sin que ninguna interpretación pueda marcar su correspondencia con algo que pertenezca al pasado del sujeto.» Así, nosotros hemos podido encontrar, durante una presentación clínica, el caso de una mujer joven cuyo eccema, que había desaparecido, se había manifestado de nuevo súbitamente, durante un viaje en el pueblo natal de su padre.
La función de un fenómeno psicosomático debe entonces ser evaluada en el marco de la estructura clínica donde se produce. Ahora bien, las indicaciones y las analogías que Lacan sugiere para aislar su especificidad ponen el acento esencialmente, como se ha dicho, sobre el escrito, la huella, la marca, o, también, la firma. Nos llevan así a considerar una posible función que puede cumplir, la de hacer las veces de una identificación simbólica fundamental, constituida por lo que Lacan ha llamado el Nombre del Padre, cuando esta está forcluida. Podemos preguntarnos si el FPS no puede, por ejemplo, hacer función de una especie de marca de fábrica de una descendencia familiar, allí donde el Nombre del Padre no es operativo.
Se trata, entonces, de retomar y aplicar la indicación de Lacan cuando compara el FPS con un cartucho que rodea el nombre propio en la escritura jeroglífica, como si constituyese una especie de nombre propio que no está hecho con el Nombre del Padre, sino con el goce. El FPS tiene en común con el nombre propio el hecho de que no es traducible, es decir, de no pasar por la mediación de la cadena significante. En ese sentido, constituye un cortocircuito del Otro del lenguaje, pero al mismo tiempo, como rasgo de goce directamente corporeizado –lo imaginario del cuerpo llevado al lugar del registro de lo simbólico- puede permitir una forma de inscripción por medio de lo que podríamos llamar un nombre de enfermedad. Por este lado, tiene la ventaja, si se pude decir, de constituir, ciertamente al precio de una lesión o de un trastorno orgánico objetivable, una forma de localización del goce que es la alternativa a su no-localización y a su retorno en la percepción, en el lenguaje o en el pasaje al acto. Numerosas observaciones muestran que un FPS puede a menudo producirse en alternancia con fenómenos alucinatorios o con un recrudecimiento del delirio.
Señalemos también que algunas características del discurso del sujeto, en un contexto de psicosis, como un cierto uso realista de las metáforas, o el recurso a frases hechas, pueden ser llevadas a la misma raíz que el FPS, a esta prevalencia de lo imaginario que hace las veces del Otro simbólico. Solamente, que esta prevalencia tiene también una función de suplencia.
Además, respecto a esta función, es preferible no centrar el acompañamiento del sujeto sobre el fenómeno psicosomático mismo, evitando ante todo cualquier intento de interpretación, como, por otra parte, es oportuno hacer con todo lo que en la experiencia del sujeto psicótico se presenta como un punto de certeza, como un punto de real. Por recordar aquí una observación expuesta durante el último Encuentro en Buenos Aires, puede tratarse, por ejemplo, de la certeza de una malformación de la nariz que puede inducir al sujeto a exigir de forma repetida intervenciones quirúrgicas. La paciente que sufría de ello decía que su nariz, según el decir de su madre, era una nariz que le venía de su padre, era una nariz como la nariz del padre. Situada así, esta nariz funcionaba para la paciente como una forma de localización de la libido en el lugar de la localización fálica, y en este sentido, como una especie de falo delirante. Por ello se dijo en la discusión que esta localización no debía ser desanudada, y que el tratamiento no debía perseguir este objetivo, sino apuntar más bien a obtener una cierta capacidad de «arreglárselas con ello». Lo que debería permitir una cierta pacificación del sujeto, especialmente en cuanto a la exigencia de intervenciones quirúrgicas, y a una cierta compatibilidad con el lazo social. Ahora bien, este efecto, que sólo puede alcanzarse si uno se ocupa de todo menos de eso, conlleva una política de la cura que es todo lo contrario de la que consistiría en acabar con esta certeza, en particular con intervenciones que consistirían en persuadir al sujeto de que debe olvidar esa nariz y que debe hablar de otra cosa. Al contrario, el analista no tiene que oponerse a un punto de real del paciente. Así en este caso, al final de cierto trabajo, el sujeto podrá pasar de la formulación de su insoportable: «no puedo vivir con esta nariz» a una formulación del estilo de: «no me gusta mi nariz», que está, a partir de entonces, separada de la exigencia de hacerse operar.
Con el fenómeno psicosomático también se trata de seguir una política de la cura análoga a la que hay que seguir con respecto al punto de certeza en la psicosis. Se trata de obtener un cierto saber y hacer con él una cierta compatibilidad con el discurso, con el saber, con el lazo social. Objetivo que, después de todo, no es tan distinto del resultado que se puede esperar de una cura psicoanalítica en general, si seguimos en este punto el Lacan de la última época de su enseñanza.
Traducción: María Martorell
Notas finales:
Publicado en la revista Quarto nº 79.
En francés: Chose étendue et Chose pensante. En castellano siempre se traduce como sustancia extensa y sustancia pensante. Lo señalo por que pone Cosa (Chose) con mayúsculas.
En inglés en el original. Mente, espíritu. (N del t.)
«y perdre son latin», expresión coloquial que significa «no entender ni jota» (N del t.)
FREUD S., «La perturbación psicógena de la visión según el psicoanálisis», Editorial Amorrortu, tomo 1. Evocado por J. A. Miller en su curso Causa y consentimiento, 27 de abril de 1988, inédito.
Ver, entre otros, DEBRAY R., Epístola a los que somatizan, París, PUF, 2001, p. 185.
LACAN, J., Seminario XI, Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis, Paidós, pp. 235-236.
MERLET A. Estudios de Psicosomática, Volumen 3, ATUEL CAP (Círculo Analítico de Psicosomática), pp, 176-177. MERLET A. Estudios de Psicosomática, Volumen 3, ATUEL CAP (Círculo Analítico de Psicosomática), pp, 178-179. MERLET A. Estudios de Psicosomática, Volumen 3, ATUEL CAP (Círculo Analítico de Psicosomática), pp, 177-178. «Prendre acte». Literalmente «tomar acta». En el sentido de escritura. (N del t.)
LACAN J., «Conferencia de Ginebra sobre el síntoma», Intervenciones y textos 2.
En todo el comentario de las indicaciones lacanianas, nos referimos al desarrollo que ha hecho Jacques-Alain Miller en «Algunas reflexiones sobre el fenómeno psicosomático», Matemas II, Editorial Manantial
MERLET A. «Symptômes en souffrance», Le floriège clinique de l’an 2000, AMP-Ecolo-Une, pp 30-31
«tenu à coeur» expresión francesa que se utiliza cuando algo es muy importante para una persona, algo que tiene mucho valor (N del t.)
FREUD S., «Sobre la iniciación del tratamiento», Nuevos consejos sobre la técnica del psicoanálisis, Editorial Amorrortu, tomo, 12
LACAN, J. Seminario III, La psicosis, Paidós.
REQUIZ G. «Una manía triste», Le floriège clinique de l’an 2000,, op cit, pp. 47-62